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La tacita de plata

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Pascual Gaviria
18 de marzo de 2009 - 04:00 a. m.
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A COMIENZOS DE 1935 MEDELLÍN se alistaba para recibir las bendiciones del Congreso Eucarístico Nacional. La ciudad mostraba las ansias y el entusiasmo de una niña en vísperas de su primera comunión.

Pulía su vestido sembrando árboles, tumbando edificios viejos que ensuciaban el golpe de vista de las plazas, limpiando las puertas de su recién inaugurado Palacio Municipal, cubriendo la quebrada La loca y pavimentando y llevando luz hasta los lupanares de la curva del bosque. Las ventas de sombreros y zapatos se duplicaron y los colegios vistieron a sus alumnos siguiendo el ejemplo de las revistas francesas, al tiempo que recomendaban una batalla cerrada contra los piojos. Era la oportunidad perfecta para que Medellín fuera un ejemplo de modernidad y civismo. Monseñor Juan Manuel González había viajado desde Bogotá en un trimotor de la Scadta acompañado por el Santísimo, así que el compromiso significaba algo más que la simple cortesía con los mortales forasteros.

Según las Memorias de Ricardo Olano todo salió bien durante el “notable acontecimiento en la historia de la ciudad”: “A pesar de la enorme concurrencia, todos los visitantes encontraron alojamiento y estuvieron contentos en la ciudad. Se añade a esto que no hubo ningún accidente de tránsito… la magnífica organización de la junta del congreso fue admirada por todos los visitantes, muestra de que en Antioquia hay un encomiable espíritu de orden y organización”.

El gesto de nerviosismo de las ciudades anfitrionas no puede más que causar una ternura risueña. La ciudad que se acurruca y se sacude según sus humores, despreocupada y cínica, sin obedecer las recomendaciones de ningún amo, de pronto está relamiéndose las patas y las llagas, agitando la cola. En vísperas de la quincuagésima asamblea del BID Medellín me ha despertado una cariñosa compasión. Ver a los obreros pintando calles y abonando los platanillos de las aceras, sacando lustre debajo de los puentes y llenándolo todo de flechas; ver los afanes de los taxistas por practicar su inglés de radioteléfono frente al primer mono que les pone la mano; ver los niños repasando los versos de Epifanio y a los loteros especulando sobre el linaje de los invitados me ha hecho ver la cara infantil de esa ciudad dura que llegó a los titulares de todos los periódicos del mundo por sus hazañas de sangre.

La reputación de ciudad fiera hace a Medellín más vulnerable frente al ojo del visitante: más comedida y más esquiva, más dada a entregarse en un intento por borrar sus remordimientos. “No somos tan salvajes”, decimos al oído del invitado mientras lustramos la Tacita de plata y lo atiborramos de atenciones.

La Medellín de 1935 que atendía con reverencia el templete en el Cementerio de San Pedro todavía estaba definiendo sus rasgos y sus futuras encrucijadas, la presentación personal era parte de sus decisiones adolescentes. La Medellín de hoy, más hecha y más terca, no puede hacer mucho más que jugar al simbolismo durante la visita de los ilustres, mostrar buena cara y lucir la reciente mejora en sus calificaciones. Dan ganas de darle una palmadita en la espalda y prevenirla contra los peligros que implica toda gala. Durante la clausura del Congreso Eucarístico, a la que asistieron 300.000 personas, un aguacero apocalíptico hizo que los vestidos de los niños, hechos de tela especial para la ocasión, se encogieran hasta quedar convertidos overoles de payaso. Que para esta vez sea la eterna primavera.

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