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La vieja historia

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Pascual Gaviria
24 de septiembre de 2014 - 02:09 a. m.
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El 9 de diciembre de 1991 el Ejército bombardeó Casa Verde mientras Carlos Romero, dirigente de izquierda, intentaba convencer a la jefatura de las Farc de una negociación que los sacara de la guerra y los llevara a la Asamblea Constituyente.

Casi un cuarto de siglo más tarde las Farc siguen calculando un tiempo ideal que cada día los hará más débiles política y militarmente. Ellos que hablan de historia y confían en que una mirada de largo plazo podrá redimir parte de sus culpas, deberían revisar testimonios y memoria de los procesos de desmovilización a comienzos de los noventa. Allí están algunas claves y advertencias sobre su degradación y algunos aliados actuales, unas pistas del rechazo que despiertan en la opinión pública, unas alarmas sobre el liderazgo político que se aleja de sus estrategias.

Ahora que se habla de sus alianzas de ocasión y de las vueltas que da la guerra, vale la pena recordar que el M-19 sirvió durante finales de los ochenta como una escuela de sicarios en algunos barrios de Medellín. En su momento el Epl le criticaba al Eme su flexibilidad en el reclutamiento. La disciplina no era el fuerte de esas “milicias” y muchos jóvenes terminaron montando combos en causa propia con las armas y el entrenamiento que les había prestado la guerrilla.

En la historia del Epl también hay testimonios claros sobre los problemas que trajeron los recelos iniciales, los cobros posteriores y los tratos definitivos con los narcos. En los años setenta la guerrilla desdeñaba a los mafiosos y alcanzó a destruir cultivos de marihuana en La Guajira y el Magdalena. Pero poco a poco aparecieron coincidencias y necesidades comunes. Un ejemplo pequeño y dramático: en Medellín, un grupo del Epl, conocido como La Estrella, logró que la mafia de Itagüí les prestara armas. La historia terminó con la muerte de activistas, universitarios y obreros que formaban parte de la organización que en un momento decidió expropiar a los mágicos. En 1986 Álvaro Camacho Guizado escribía: “…si la guerrilla no se deslinda muy rápidamente del narcotráfico para que el país tenga claridad en eso, se va a corromper y va a perder cualquier posibilidad de respeto por parte de la ciudadanía”. Han pasado casi 30 años y las Farc son ahora los mayores conocedores de la historia nacional del narcotráfico. Han estado cerca de todas las purgas y todas las sucesiones.

Cuando el M-19 decidió renunciar a la vía armada, sin tener siquiera garantías legales acordadas, la opinión los recibió con inesperada simpatía. “Nuestra mayor victoria es haber vencido el miedo a dejar las armas para asumir los riesgos de la paz”. El riesgo le costó la vida a Pizarro y Navarro siguió el camino que ya era irreversible. Mientras tanto Jacobo Arenas se refería al Eme como un “grupito disminuido, en decadencia, y en su peor momento político militar”.

En Urabá, a finales de los ochenta, la gente cercana al Epl comenzó a exigir una vía distinta a la guerra. Las elecciones mostraban una opción real de poder y hasta una facción del partido comunista veía con buenos ojos la vía socialdemócrata. Nada distinto pasa hoy con las Zonas de Reserva Campesina y la Marcha Patriótica, que comienzan a pensar en soluciones propias fuera de los cálculos en La Habana. Una parte de las Farc pueden terminar en el negocio de la coca y las minas, y muchos de sus posibles bases en las regiones tendrán un espacio político propio sin necesidad de acoger a Márquez como un líder. Deberían afanarse un poco.

 

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