La ciudad tiene desbordado su botadero de basuras. La Alcaldía debe encontrar una solución rápida más allá de comprimir los residuos. Se unen entonces la urgencia y la avaricia. Al parecer, el alcalde tiene entre ojos a una empresa con una tecnología innovadora, milagrosa casi, una maquinita de convertir las sobras en materias primas. Pero es necesario ir paso a paso, entregar apariencia de legalidad es también una forma de la limpieza.
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Se comienza por un asesor, un mandadero, “un calavera”, según el lenguaje de los aseadores. Las asesorías son el cuarto oscuro más eficiente de la administración pública. El alcalde tiene el nombre del asesor, basta elegirlo con la gastada fórmula de una terna en una invitación pública. Le ordena al gerente de la empresa de aseo que se encargue. El futuro asesor recibe la información necesaria y hasta se encarga de ajustar el pliego para su elección y de redactar los informes de conveniencia y oportunidad. Mejor dicho, hace las preguntas del examen, lo contesta con juicio y luego se califica. Por supuesto, les gana a sus dos competidores quienes en realidad solo firman el examen. Una vez elegido, el asesor se va a vivir al lado del alcalde, en el apartamento del frente, ahora no es solo su contratista sino su huésped.
Los investigadores señalan de una manera muy cruda la actitud del alcalde: como jefe inmediato, “siembra esa idea criminal” en el gerente de la empresa de aseo. Es decir, da la orden de entregar el contrato de $344 millones a un hombre de su confianza y en el camino violan los principios de transparencia, falsifican documentos públicos y superponen el interés personal al interés público.
Pero el proceso de reciclaje apenas va a mitad de camino. El asesor está encargado —tiene cinco meses de labor— de elaborar los términos de la licitación para elegir a la empresa que se encargará de aprovechar las barreduras y los desechos citadinos. Ya conoce la empresa elegida por sus mandantes, anfitriones y amigos, ahora debe hacer que esa elección luzca bien, que sea franca y oportuna según la ley. La terna acomodada fue la tapadura para nombrarlo, ahora él se encargará de armar una fachada más compleja para elegir la empresa recicladora. El contrato será de US$250 millones. Las cosas se ponen interesantes, cada escalón en la contratación pública significa unos ceros de más o de menos, según se mire.
Todo marcha según lo esperado y el hijo del alcalde, “por estúpido, por ingenuo”, según las palabras de su padre, recibe y cree en una hermosa promesa: si la empresa que está empujando —o, mejor, comprimiendo— logra el contrato, le pagarán US$1,5 millones. Para que las promesas no se las lleve el viento, el hijo y el asesor calavera firman ante notario la “comisión de éxito” con el interesado de la empresa recicladora, que resulta ser un rumano acusado de lavado... Y dale con la limpieza. Al final, la maquinita de reciclaje no cumple los requisitos legales para suscribir el contrato. El alcalde insulta a diestra y siniestra, patalea desesperado, amenaza, pero el negocio se daña. Luego los papeles de notaría se hacen públicos, el asesor se agacha y el alcalde asegura que está avergonzado por la imprudencia de su hijo. Y que todo eso no fue más que una fantasía entre particulares.
El alcalde siente que está para grandes cosas, intuye que ha llegado su momento y se lanza por objetivos más altos. La corrupción será su gran objetivo. Tiene experiencia en las labores de limpieza.