Santos ha demostrado una muy temprana fascinación por los libros de memorias de algunos grandes políticos.
Es una dolencia normal en un antiguo redactor de prensa. Cierra los ojos y se ve redactando sus aventuras juveniles de conspirador, sus jornadas heroicas como ministro de Defensa y su política social desde la Presidencia que lo encumbró como un traidor de clase y dejó vigente su acción del Country Club.
Pero la verdadera historia que está marcando Santos es algo más modesta: dejará los primeros antecedentes del comportamiento de un presidente candidato en nuestra política moderna. En la era Uribe el cambio constitucional en beneficio propio hizo que el asunto no fuera sólo una lucha electoral. Sus consignas de reelección o catástrofe y la permanente incertidumbre institucional convirtieron su segunda elección en un caso atípico. Santos inaugura una nueva etapa en el manejo de un gobierno con la mira puesta en el listón reeleccionista, una especie de referendo de mitad de tiempo sobre su gestión. Y las últimas encuestas han demostrado que existen riesgos. Sería muy triste pasar de supuesto líder regional a un ejemplo de excepción en el continente: Chávez, Evo, Correa, Lula, Cristina, Ortega y Leonel Fernández ganaron las elecciones desde la silla presidencial y dejaron una especie de escarnio político para el presidente que sea derrotado.
Lo primero que hay que reconocerle es que no tiene afanes de vana originalidad. Revisó las noticias sobre el primer período de Lula da Silva y encontró el programa social Bolsa Familia, que hizo despegar políticamente al primer gobierno del Partido de los Trabajadores. Ya Familias en Acción lo había explotado, así que buscó su más reciente actualización: “Minha casa, mina vida”, la traducción no resultó difícil. Pero la gran diferencia es que el expresidente brasileño tenía su fortín en los estratos populares, podía negarse a asistir a los debates en televisión y en cambio decir, en medio de un discurso, la frase para agitar a sus electores: “Esta campaña no es la de un candidato contra otro. Esta campaña es la del pueblo trabajador contra la élite aristocrática”. En cambio Santos no puede más que repetir unos versos de Calixto Ochoa frente a la gente del Club Valledupar: “Soy hijo de gente pobre, honrada y trabajadores, y así, luchando la vida, me levantaron mis padres”.
En los palacios hay muchas opciones. Puede hacer como Cristina Fernández de K., que convirtió al gobierno nacional en el anunciante del 70% de la pauta oficial en Argentina. Pero Cristina tenía además la dignidad del luto, la conmovedora escena de una candidata “que en la noche es la mujer que llora a su marido y en el día es la presidenta”. Santos, en cambio, ha tenido que dedicar los primeros esfuerzos a acomodar las fichas en su tablero: sacó de carrera a dos hombres del gobierno con encargos atractivos en el papel: Angelino camino a la OIT y Vargas Lleras a manejar una dudosa locomotora. Y poco a poco pasa de los tecnócratas y los nombres del consenso político a los jefes de su guardia personal.
Pero algo concreto tendrá que mostrar. Con los elogios a Colombia en las revistas de negocios y un catálogo de leyes “históricas” no será fácil la pelea. Mucho menos cuando el hombre que le prestó los votos lo mira con sangre en el ojo. ¿Será que le toca dedicarse a sus memorias antes de tiempo?