LA ESTAMPA TIENE ALGO DE ÉPICA y algo de graciosa penuria.
Podría estar emparentada con el heroísmo o con el disparate. Estamos en la mitad del siglo XIX y las nuevas repúblicas americanas apenas están mostrando su fisonomía: un joven francés de 25 años encabeza la caravana seguido de un burro, un mestizo imberbe que hace de guardián y dos perros flacos que sirven como escolta, “levantando los rabos a guisa de trompetas”. Van rumbo a la Sierra Nevada de Santa Marta, una montaña temible y prometedora, un mito de soledades regido por indios recelosos que tienen el porrón de aguardiente como su moneda favorita.
El joven civilizador es Elisée Reclus, un aventurero que terminará por escribir el más importante tratado de geografía universal que se publicó en el siglo XIX. Ha llegado a América como cocinero menor de un velero de tres mástiles luego de ser expulsado de Francia por sus juegos de insurrecto contra Napoleón III. La agricultura y la libertad son las palabras de su escudo: “Allá, en la joven república americana, la tierra fecunda alimenta generosamente a todos sus hijos, el aire de libertad inflama todos los pechos. Murallas, barreras, reglamentos, circunscripciones, restricciones, todo nos encierra en un círculo infernal en la vieja Europa”.
Durante dos años Elisée Reclus vivió entre Santa Marta, Riohacha y las estribaciones de la Sierra. A su pequeña biblioteca de viaje se la comió el comején y a su empresa agrícola la mató el paludismo, pero su correría dejó un testimonio de 250 páginas, un álbum de estampas colombianas que todavía hoy pueden reconocerse.
Reclus no estaba pensando en la literatura sino en el sencillo testimonio, en el apunte del viajero aficionado a la etnografía y al dibujo vistoso. Sin embargo es imposible no pensar en nuestra fábula costeña, en el reino literario que aparecerá más de un siglo más tarde. En la libreta del francés están “esas nubes que forman remolineando millares de mariposas”, y esos sabios extranjeros que viven bajo un toldo y hablan el día entero del ser o no ser, y los comedores de tierra que se alimentan con las paredes de sus casas en el infierno de Dibulla. Y los curas que no se conforman con una sola mujer y venden los vasos sagrados para jugar a los gallos. Y están las eternas guerras civiles alentadas por periódicos que sólo riegan sus tintas en tiempos de sangre. Como el caso de El Intermitente que se imprimía en Riohacha. “Es tiempo ya de que el equilibrio se establezca en las poblaciones del globo y que El Dorado deje en fin de ser una soledad”.
Pero no todo es literatura. Reclus también se encuentra con la falsa cortesía de quienes ofrecen la vida entera mientras le ponen doble tranca a las ventanas: “Las frases banales de etiqueta, las promesas hechas sin que se tengan la menor intención de cumplirlas son una de las llagas de las sociedades en que domina la influencia castellana”. Y como anarquista en formación se admira del paraíso que aparece a sus ojos sin oponerse a su voluntad: “Se pueden permanecer años enteros en el país sin que nada recuerde el poder: allí no hay ni soldados, ni agentes de policía, ni colectores de impuestos, ni empleados que se distingan del resto de los ciudadanos”. Rasgos de los que se ha hablado durante 200 años de República.
El viajero termina llamando a los hombres de Europa para que acudan en busca del mestizaje y la libertad: “Cuándo vendrán los turistas a esta región, cuándo los cultivadores de palma de cera y plantas medicinales…”.