Hace cerca de un año y medio la Corte Constitucional dejó claro que las objeciones a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no habían logrado mayoría en el Congreso. El presidente firmó entonces, con un puchero, la ley estatutaria que reglamentó la justicia transicional. Muy pronto, esas objeciones que eran un punto de honor se convirtieron en un asunto menor, una anécdota en medio de los retos y las dificultades por venir. Pero la JEP ha regresado como estrategia del Gobierno y del Centro Democrático. Hace una semana el expresidente Uribe habló de la necesidad de un referendo para derogarla, y un día después la senadora Milla Romero, reemplazo de Uribe en el Senado, radicó un proyecto de reforma constitucional con ese mismo objetivo.
El partido del presidente solo tiene un blanco posible, no logra encontrar un mejor enemigo que el acuerdo contra el que luchó durante cuatro años. Es claro que para el CD no vale la pena intentar un nuevo alegato, proponer un tema urgente, renovar la pugna política o señalar los logros del Gobierno en ejercicio. Cuando se tiene un libreto aprendido, un público que lo celebra y su mejor actor es incapaz de seguir otro guion, no hay mejor alternativa que apelar a esa forma de memoria electoral. De modo que el Gobierno y el CD recuerdan a los canales de televisión que hoy repiten las novelas exitosas del pasado.
Por momentos parece que el Gobierno celebra algunas de sus derrotas para encontrar pretextos e invocar su viejo pregón. La imposibilidad de la fumigación con glifosato, la necesidad de limitar el derecho al libre desarrollo de la personalidad de quienes porten o consuman drogas, la urgencia de reformar las cortes y la ilusión rota de un cambio en Venezuela son las grandes frustraciones y las eternas herramientas de Uribe, su partido y su gobierno. La aparición de Márquez y Santrich es otra de las bendiciones para el Gobierno, los peligrosos “atentados” en forma de cartas públicas entregan la posibilidad de alzar la voz y exhibir el camuflado, el consejero presidencial para la Seguridad, Rafael Guarín, lo tiene muy claro: “La segunda Marquetalia no es nada distinto que el narcotráfico y los crímenes atroces de la primera. Es la continuidad de la misma estrategia de terrorismo y narcotráfico. Nada nuevo. Vino viejo en odres nuevos”. La sigla mágica vuelve a aparecer en boca del Gobierno: “En realidad nunca se desmovilizaron las Farc”.
El Gobierno ha dejado de hablar de seguridad, incluso el expresidente Uribe no mencionó la palabra en su reciente proclama electoral luego de la libertad decretada por la juez de garantías: los asesinatos de líderes sociales, el crecimiento de las masacres y el aumento de la producción de coca en el último año han hecho que desaparezca la palabra que antes era un mantra del uribismo. Pero es necesario reemplazarla por un término que esconda las debilidades del Ejecutivo y magnifique las amenazas. Luego de las protestas en Bogotá sacó de la manga la palabra “terrorismo”. El Eln se convirtió en el organizador de un estallido espontáneo por la violencia policial y el comisionado de Paz, Miguel Ceballos, habló de “terrorismo urbano” y de un “nuevo teatro de guerra”.
Mientras tanto el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, habla en la Florida de los peligros del castrochavismo y señala el rumbo colombiano como ejemplo. El Gobierno celebra la exportación de su discurso añejo y cuando falta un poco menos de dos años de mandato se dedica a sus estribillos de campaña. Gobernando desde la antigua normalidad.