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Los terrores de la montaña

Pascual Gaviria

14 de agosto de 2012 - 07:10 p. m.

Hace 14 años caminé durante un mes por las montañas cercanas a los municipios de Angostura, Campamento y Anorí de la mano de una singular escuadra armada. Eran seis guerrilleros de las Farc con el encargo de cuidar a dos secuestrados en chanclas y pantaloneta para los que había cambiado el clima del viaje original.

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Apenas comenzaban las pescas milagrosas y solo García Márquez había incursionado en el género con Noticia de un secuestro. Las Farc y sus costumbres de selva y monte eran todavía una incógnita.

Lo primero que me sorprendió fue ver a una mujer, alias Yuri, al frente de nuestra pequeña compañía. Su cara de palo era suficiente advertencia para centinelas y prisioneros. Daba las ordenes con monosílabos y movimientos de cabeza. Los hombres se encargaban de “ranchar” mientras ella se ocupaba de atender un radioteléfono mudo durante todo el día. El segundo a bordo era un pillo de esquina de Medellín que había ido a esconderse de la muerte en las filas guerrilleras. Tenía todavía el hueco de una bala en el tobillo y pasaba los ríos sobre los hombros de sus compañeros. Un changón menor, mimado de sus días de matón en la ciudad, era su arma; además de una mirada de odio que me infundía más rabia que temor. Fue el único que me maltrató en la estadía y todavía recuerdo que en esos días largos en los trapiches pensé muchas veces que sería capaz de matarlo. Esa mujer campesina y silenciosa, y ese matón hecho revolucionario constituían el mando de la cuadrilla.

Los hombres rasos también tenían sus particularidades. Uno de ellos manejaba una cartilla de lectura elemental en sus ratos libres. Era conmovedor verlo pelear contra las consonantes todas las tardes. Una vez lo espié durante media hora mientras mantenía su radio pegado a la oreja. Me atreví a preguntarle que decían las noticias y me respondió con un sonoro: “¿hmmm?”. Entonces le pedí que me prestara el radio. Me lo entregó sin decir nada y nunca más se le devolví.
Pero los hombres claves de esta historia son los niños: Sisi, Marino y Deyson. Su figura infantil hacía que mi compañero de cautiverio, un ecuatoriano tan desvergonzado como perdido, llamara a la comandante de escuadra “Mamá Yuri”. La guerrillera salía caminando con sus subalternos detrás y mi compañero soltaba el comentario: “Ahí va Mama Yuri con sus pollitos”. Creí que no duraría una semana vivo. Pero no, eso era lo único que lograba sacarle una sonrisa a la magra guerrillera.

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Marino era tan silencioso como su jefe. Moreno, inteligente, observador como ninguno en su grupo. Solo me dirigió dos palabras durante mi estadía: “jaque mate”. Era mi compañero en el ajedrez de cartón. Siempre me pareció perfecto para ser boga en un río del Chocó. Sisi era el niño de la tropa. No superaba el metro y medio y sus cancharinas, tortas de maíz y panela, eran las mejores. Marchaba con mis botas en las tardes para hacer de Pulgarcito frente al grupo. La risa era su enseña. Deyson era el cantante del grupo. Mono y alaracoso, parecía tener más vocación para las juergas de pueblo que para los sacrificios revolucionarios. Era la voz en las mañanas que comenzaban a las 5 A.M.. Ni en los silencios de la marcha en estricta fila logré verles la cara de guerreros, pero estaba claro que si tocaba serían mis verdugos.

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Los recuerdo ahora que un estudio del Icbf dice que en Colombia la guerra se sostienen con niños y adolescentes hijos de campesinos. Más del 50% de los desmovilizados de las Farc y el Eln dicen haber ingresado a la guerrilla siendo menores de edad. Mis carceleros, si están vivos, han pasado al menos de la mitad de su vida en la guerra.

 

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