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ES UNA SUERTE QUE EL CASO MÁS SOnado de los últimos tiempos por los delitos de injuria y calumnia haya tenido al expresidente Ernesto Samper como protagonista y ofendido.
Luego de cuatro años sentado en la silla mayor y cercado por todo tipo de procesos, delaciones, condenas, renuncias, cheques, traiciones y sátiras sobre un hecho cumplido para la opinión y negado por su juez natural, era el más débil de los acusadores en defensa de su honra y buen nombre. De algún modo el juicio popular de la opinión lo había condenado desde hacía unos años y era bien difícil decir que una periodista no podía reiterar los cargos. Es cierto que la tarea de los periodistas no es repetir prejuicios públicos sino intentar corregirlos, pero en este caso la opinión mayoritaria estaba muy cerca de la opinión informada y tenía hechos judiciales en donde apoyarse.
Con todo y eso la Fiscalía dio curso a la denuncia y buscó una condena, el Ministerio Público apoyó la causa en uno de los delitos y es seguro que muchos hombres públicos siguieron el caso con un silencio esperanzado muy parecido al afán de venganza y protección. Los artículos del Código Penal que tipifican la injuria y la calumnia son siempre un peligro latente. El clima político los puede hacer inocuos o filosos. Una repentina manía en los despachos menores puede lograr el sueño de los políticos y la pesadilla de los periodistas: noticias y opiniones escritas bajo la supervisión de un secretario de juzgado.
Brasil acaba de cruzar por unas elecciones llenas de periodistas ante los jueces, de censura y control previo a las publicaciones, de sentencias con prohibiciones para hablar de algunos candidatos, de policías recogiendo ediciones completas, y un presidente popular gritando contra los medios y llamándolos golpistas. Fue el campeón de la censura de artículos colgados en Google durante el año pasado. Sus jueces obligaron a bajar 398 notas, casi todas durante los meses de campaña, muy cerca del doble de las que se borraron en la Libia de Gadafi, que ocupó un merecido segundo puesto.
Los brasileños no tienen una normatividad especialmente férrea sobre el derecho al buen nombre ni una ley de prensa con restricciones muy distintas a las del común de los países democráticos en América. Incluso, la ley de prensa dictada en 1967 durante la dictadura militar fue declarada inconstitucional por el Tribunal Supremo un año largo antes de las elecciones. Pero los políticos encontraron una rendija atractiva y los jueces de menor rango comenzaron a aplicarla de manera más o menos literal. Y, por qué no, más o menos interesada.
Dos artículos de una extensa ley electoral prohíben los montajes y las sátiras que ridiculicen a los candidatos durante las elecciones, y las opiniones favorables o contrarias a candidatos o partidos. La idea original era impedir la propaganda disfrazada de información u opinión. Pero todo terminó en un clima de censura impredecible: un solo ejemplo, un juez le prohibió al periódico Impacto Campo Grande mencionar a André Puccinelli, candidato ganador de la gobernación de Mato Grosso do Sul en 2010, bajo la amenaza de una multa de 29.000 dólares por cada ejemplar con el nombre del ejemplar Puccinelli. La ley es de 1997, pero sólo en 2010 se descubrió y se creó el ambiente para abusar de dos perlas en la maraña electoral. Entre los políticos compungidos y los revanchistas no hay diferencia. Para ellos cualquier rendija es trinchera. Que cuiden su espalda para cuidar su nombre.
