Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“Fortaleza Australia” fue el nombre elegido por el primer ministro, Scott Morrison, para la estrategia contra el coronavirus. Levantar los muros, tapiar las puertas, cercar al enemigo fueron las consignas desde el comienzo. Son necesarios los sacrificios, clamaban los políticos. Apretar los dientes y llamar a la batalla. Algo de patriotismo contra la pandemia. Pero la guerra sanitaria puede implicar una pelea desproporcionada contra la gente: los contagiados, los sospechosos, los desobedientes, los vulnerables a la enfermedad. Australia y sus fantasías cero COVID-19 han mostrado cómo el virus puede disfrazar los abusos de esfuerzos invaluables y los delirios profilácticos de proezas para salvar la vida.
Al comienzo todo parecía justificado. Australia era un ejemplo de disciplina frente al COVID-19. La enfermedad podía erradicarse por medio de controles estrictos. “Solo es necesario acatar las normas para que todo esté bien”, parecía la consigna gubernamental. Las medidas de Morrison llegaron a tener el 85 % de aprobación luego de un año de la aparición del virus. Gobierno y ciudadanos celebraban su virtuosismo. Pero desde los días de los primeros contagios se dijo que esta sería una prueba de resistencia, una competencia para la que había que ahorrar energía y paciencia.
Australia fatigó a sus ciudadanos con medidas que hoy se revelan excesivas y muchas veces inútiles. Su épica del cero COVID-19 tiene en la actualidad algunos visos de ridícula y abusiva. Melbourne, por ejemplo, encerró a sus ciudadanos durante 262 días, en seis periodos intermitentes de cuarentenas estrictas, desde marzo de 2020. Su récord mundial de encierros no parece, en perspectiva, un motivo de orgullo.
Todavía hay campos de confinamiento obligatorio para los sospechosos de contagio. Un reciente documento oficial deja claras las condiciones: “Cualquiera que haya tenido contacto cercano con un caso confirmado de COVID-19 puede ser enviado a cuarentena en su hogar, en una dirección alternativa o en un alojamiento arreglado por el Gobierno”. Sídney, por su parte, ha sacado al ejército a las calles para hacer cumplir las restricciones. El estado de Victoria autorizó en un momento la detención de cualquier ciudadano con una prueba positiva de COVID-19 cuando fuera probable que se negara a cumplir con las órdenes sanitarias. En octubre del año pasado la aprobación de las políticas gubernamentales frente al virus ya estaba en el 48 %.
Pero las cosas han ido más lejos. Una mujer embarazada fue detenida hace unos meses por “incitar” vía Facebook a una protesta contra los encierros obligatorios. Y no hace mucho Katie Hopkins, columnista y presentadora británica, fue deportada por burlarse del confinamiento de 14 días al que fue sometida luego de recibir un visado especial. Estaba lista para participar en una versión de Gran Hermano. Un buen chiste involuntario.
Además, cerraron el país durante más de 600 días impidiendo el regreso de sus propios ciudadanos. Muchos de ellos pasaron casi dos años lejos de sus familias por el simple hecho de haber salido en el momento equivocado. La más reciente perla fue la promesa de cinco años de cárcel para quienes llegaran desde la India vía conexión para eludir un veto gubernamental.
Hace unos días el mismo Scott Morrison dijo que era necesario surfear la ola. Reconoció que la estrategia cero COVID-19 es imposible y que, por momentos, ese espejismo hizo que la vacunación no fuera vista como una urgencia. Pero la política exige entregar lecciones y han encontrado una disculpa perfecta para el escarmiento y la severidad. Tienen al número uno en la red y no desperdiciarán ese match point.
