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En 1990 se reunieron en Londres los representantes de 112 países para intentar una declaración común con el siguiente encabezado: "Conferencia Mundial para la Reducción del Consumo de Drogas".
Han volado muchos aviones sobre las fronteras, han caído muchas mulas, han viajado miles de lanchas rápidas, han aparecido los narcosubmarinos. Ha corrido mucha coca y otras especies debajo de los cercos. Pero tanto fracasar no ha sido en vano. Hoy se pueden decir cosas que hace 20 años eran herejías propias de economistas libertinos. El gran avance de la declaración de Londres consistió en una mención tímida a la reposición de “jeringuillas” que algunos países de Europa estaban implementando para evitar el contagio de enfermedades entre sus adictos. Estados Unidos peleó toda la noche hasta que al fin se resignó a firmar el texto con esa sucia experiencia de entregar jeringas limpias a los drogadictos.
Colombia estaba en una posición similar a la que enfrenta el México de Felipe Calderón: una guerra cruenta en la que los exportadores de coca buscan una parte del poder del Estado por la vía de la intimidación y el soborno. Era lógico, entonces, que el presidente Barco escribiera unos meses luego de la Cumbre: “Las propuestas de legalización son una respuesta fácil y simplista a un problema complejo y difícil. Llevar las teorías del mercado libre y del sálvese quien pueda a un asunto en el cual, por definición, hay cientos de millones de personas desprotegidas y que, por razones obvias, pueden sucumbir al paraíso artificial que ofrecen las drogas, es renunciar a la lucha para preservar la vida comunitaria”. El cambio de paradigma consistía en entregarles algo de responsabilidad a los países consumidores: debían perseguir a sus adictos, evitar el tráfico de precursores químicos, combatir el lavado de activos y entregar algunos dólares para los ejércitos antidrogas en América latina. Era necesario replantear la guerra.
La discusión de hoy parece estar en un nivel distinto. El gobierno de EE.UU. sigue empeñado en la misma lógica aunque con mejores modales: dice estar dispuesto al debate pero descartando que pueda producir cambios. William Brownfield, un humorista muy templado, hace las veces de embajador de la lucha antidrogas en el mundo. Se movió rápido para sabotear una posible posición conjunta de Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador y Costa Rica, que se discutiría días antes de la cumbre en Cartagena. Para algo tiene que servir el subsecretario para Asuntos de Narcotráfico Internacional y Aplicación de la Ley.
Pero los cambios que harán imposible que Estados Unidos nos recomiende medidas como las de hace 20 años en Londres, llamados a la familia y a los vecindarios a sumarse a la lucha antidrogas, están en la propia opinión pública gringa. Mientras el Gobierno quiere mostrarse inflexible la sociedad parece dar los primeros pasos hacia fórmulas distintas. En noviembre se votarán referendos para legalizar la marihuana —su uso medicinal y recreativo— en los estados de Washington y Colorado. Los primeros sondeos les dan ventaja a los amigos de la venta en dispensarios legales. La única manera de arrebatarles el negocio a los jíbaros que defienden su trabajo con la calidad de sus armas y no con la de su hierba. Más del 60% de los jóvenes gringos apoyan la legalización de la droga más consumida en el mundo. Pronto el gobierno de Obama tendrá que dejar de fingir que las soluciones flexibles son para otros mundos.
