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México vuelve a debatir si los grandes capos deben ser una especie venenosa a la que solo se le puede permitir el contacto con militares y policías, bien sean parte de su bando o del comando que los persigue.
Desde el Gobierno, los partidos y algunas voces del periodismo se busca imponer una especie de aislamiento radical sobre los narcos. La cárcel, el mito y la telenovela se consideran las únicas ventanas plausibles para la observación de semejantes depredadores. Para algunos, los periodistas deben cuidarse de un posible contagio, tanto por su seguridad como por la seguridad social. Publicar las palabras de un capo se considera entonces una especie de traición y serían los fiscales los únicos preparados para interrogar a los monstruos de las montañas.
La polémica por la visita de Sean Penn al Chapo Guzmán resultó ser la segunda parte, ahora con los tonos de melodrama y comedia que impone Hollywood, del mismo escándalo que hace seis años desató Julio Scherer con su llegada hasta “la guarida” de Ismael ‘El Mayo’ Zambada. En esa ocasión la visita la hacía un decano del periodismo mexicano, un hombre de más de 80 años que había probado su talante y su talento durante décadas; ahora, dicen, fue un simple advenedizo sin credenciales de periodista y sin agallas más acá del grito de “acción”. Sin embargo, las críticas para uno y otro son muy parecidas. Hablan de las condiciones de inferioridad a la que se somete el reportero que acepta invitaciones de los mafiosos, de la falta de un valor para la sociedad en el contenido de las “entrevistas” logradas, del error al servir como vocero de un asesino y de los gestos relajados, casi de compadres, que mostraron los entrevistadores, (un abrazo en el caso de Zambada y Scherer y un apretón de manos en la cita del Chapo y Penn). Las críticas más burdas y más fuertes son de este calibre: “Ustedes dos, Sean Penn y Kate del Castillo, cuando la mafia mexicana los buscó con la intención de hacer una película, debieron inmediatamente llamar a las autoridades correspondientes. Pero no, los venció el morbo de la exclusiva, la adrenalina de la fama que hoy tienen no les es suficiente”. Para otros es un insulto que los periodistas acudan al llamado de quienes han matado y amenazado a sus colegas: “Hay un tono de falso heroísmo en la narrativa de Penn. Si realmente quiere conocer el peligro de cubrir a los carteles, podría conseguirse un trabajo en un periódico de Sinaloa o Durango y cubrir historias de crimen de manera cotidiana junto con decenas de valientes reporteros y editores”.
El Gobierno es un actor clave en esta lucha que busca una especie de vocería oficial y unificada respecto a la delincuencia. En su momento el Gobierno evitó que las revista Proceso con la entrevista de Zambada circulara en su zona de influencia. Hace cinco años cerca de cien medios mexicanos firmaron un decálogo para abordar el cubrimiento de la violencia del narcotráfico. Al gobierno mexicano le duele la humillación cuando los periodistas llegan a los capos y describen el mundo que los rodea, un ámbito donde el Estado es un fantasma temido y los narcos son una aparición entre temida y reverenciada. Por anodinas que sean las crónicas hechas al límite, bajo el poder de intimidación de los capos, siempre serán algo más ciertas que los comunicados oficiales del Ejército y la Policía. Dicen algo más las fotos de El Mayo y El Chapo con sus entrevistadores que los simples avisos de Se Busca. El Gobierno no puede pretender formar una sociedad de informantes.
