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“National pornographic”

Pascual Gaviria

17 de agosto de 2022 - 12:30 a. m.

La escena es trágica y alucinante. Un niño indígena de unos tres años está parado en la acera, sobre el borde de una jardinera, totalmente desnudo. Empina una botella plástica con un jugo Hit de mango para sacarle el último sorbo. Es el gesto de una publicidad, con la cara hacia arriba, el brazo en alto y la avidez para calmar la sed. Pero encarnado por este niño solo puede ser una imagen dolorosa. Por la acera, en la calle 10 de El Poblado, en Medellín, los turistas suben y bajan con sus sombreros recién comprados. El niño pasa desapercibido, pero la pequeña tribu que lo acompaña reluce en medio del tráfico. Son unas 15 mujeres de todas las edades, desde las ancianas pasando por las tres niñas de unos 10 años que cruzan la calle cogidas de la mano, bailando al paso de un grupo que pide por sus saltos en el semáforo, hasta las bebés que van prendidas a la espalda de sus abuelas con un trapo anudado en la cintura. Las niñas indígenas bailan lo que suena, sus cuerpos responden automáticamente a esos impulsos callejeros. Desde el reguetón hasta el arpa llanera que afina un cantor ambulante. Parecen actuar para una versión étnica de La vendedora de rosas.

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Desde hace unos meses el número de mujeres indígenas que recorren la ciudad llevando una vida callejera va en aumento. Unas trabajan en las aceras haciendo sus artesanías. Mientras ensartan y anudan las chaquiras, niñas y niños lloran, duermen, comen algún mecato entregado por la conmiseración o simplemente miran el mundo recién descubierto que rueda sin descanso. Hace unos días vi a una madre y dos hijas sentadas sobre un inmenso tapete multicolor de chaquiras. Un reguero acababa de dejar ese cuadro que podría ser para un catálogo de Artesanías de Colombia, pero era una foto de dos desgracias superpuestas: la de su llegada a una ciudad enemiga e indiferente, y la del accidente de “trabajo” que dejó los adornos hechos un rastro irrecuperable en el camino de los peatones.

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Todo esto sucede mientras en la posesión del presidente Petro los vestidos con alusiones al mundo indígena entregaban un simbolismo radiante y largamente aplaudido. “El top morado de Sofía, una de las hijas del presidente, estaba adornado con minitejidos en chaquiras amarillas hechas por la comunidad embera chamí, que simbólicamente unen a todas las comunidades indígenas del país”, son las palabras de uno de los diseñadores políticos del momento.

La mayoría de las indígenas que llegan a Medellín son emberas que vienen de distintos resguardos en Chocó y Risaralda. Todas las autoridades hablan de desplazamiento por violencia en sus territorios y búsqueda de ingresos o atención médica. Llama la atención que sean casi exclusivamente mujeres y niñas ¿Por qué no llegan los hombres si la razón del desplazamiento es la violencia?

La Alcaldía tiene una Gerencia Étnica que no se ve por ninguna parte. En años de observar a las mujeres y los niños en las aceras jamás los he visto abordados por un funcionario. La administración de Quintero parece tener una idea idílica de semejante emergencia social: “Actualmente, cientos de indígenas originarios, que llegaron de otras regiones, viven en la ciudad. Muchos llegaron buscando oportunidades de acceso a salud, educación o trabajo, e hicieron que la interculturalidad étnica fuera otra de las formas de diversidad que engalanan la ciudad”. Palabras publicadas por la página oficial de la Alcaldía, en la que también se habla de 105 “intervenciones” en lo corrido del año. Solo la mentira más burda y la indolencia podrían atreverse a publicar semejante aberración. “National Pornographic” es la marca ciudad de Medellín en la Feria de las Flores.

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