Necoclí es un pequeño embudo para los miles de migrantes que viajan desde el sur del continente hasta la frontera entre México y Estados Unidos. Un cruce que se hace angosto y peligroso, como lo indica la misma geografía en el Tapón del Darién. Panamá se ha convertido en el filtro de un éxodo que empuja a cientos de miles de personas a un viaje de al menos tres o cuatro meses por todo el continente. Su gobierno decidió que solo 600 migrantes pueden cruzar diariamente desde Colombia, y Necoclí es ahora el estanque de espera para ese flujo incesante de hombres, mujeres y niños que hacen la apuesta de su vida por una promesa que apenas imaginan. Hasta el mes de septiembre de 2021, Colombia registra 81.472 “detecciones” de migrantes en tránsito por el país. Casi el 70 % son haitianos que vienen desde el sur, sobre todo desde Chile y Brasil donde la política y la economía los han ido expulsando. No es exagerado decir que es la más grande “excursión” que ha cruzado Colombia en su historia de puerto y tránsito. Hace cinco años fue el último gran éxodo, principalmente de cubanos, cuando 35.000 personas cruzaron hacia el norte.
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Necoclí es un pequeño embudo para los miles de migrantes que viajan desde el sur del continente hasta la frontera entre México y Estados Unidos. Un cruce que se hace angosto y peligroso, como lo indica la misma geografía en el Tapón del Darién. Panamá se ha convertido en el filtro de un éxodo que empuja a cientos de miles de personas a un viaje de al menos tres o cuatro meses por todo el continente. Su gobierno decidió que solo 600 migrantes pueden cruzar diariamente desde Colombia, y Necoclí es ahora el estanque de espera para ese flujo incesante de hombres, mujeres y niños que hacen la apuesta de su vida por una promesa que apenas imaginan. Hasta el mes de septiembre de 2021, Colombia registra 81.472 “detecciones” de migrantes en tránsito por el país. Casi el 70 % son haitianos que vienen desde el sur, sobre todo desde Chile y Brasil donde la política y la economía los han ido expulsando. No es exagerado decir que es la más grande “excursión” que ha cruzado Colombia en su historia de puerto y tránsito. Hace cinco años fue el último gran éxodo, principalmente de cubanos, cuando 35.000 personas cruzaron hacia el norte.
Necoclí es hoy un mercado para atender peregrinos. Más de la mitad de su playa en el casco urbano está ocupada con carpas de haitianos que esperan conseguir un tiquete con una de las dos empresas autorizadas para hacer el cruce hasta Acandí. Botas, creolina para espantar culebras, fogones portátiles, carpas, machetes y linternas se ofrecen en mercados improvisados. Champeta, vallenato, conversaciones y discusiones en francés y creole aturden al pueblo que celebra la bonanza y, en muchos casos, el abuso a los viajantes: alquileres a siete dólares en una pieza para 10 personas, 20 % de los giros que les llegan como remesa familiar por prestarles una cuenta bancaria.
Las empresas que los llevan hasta Acandí facturan $3.200 millones mensuales. Se factura mientras los haitianos maldicen los precios, el tiempo de espera —hasta un mes y medio— y el desamparo bajo sus cobijas cuatrotigres. El Estado colombiano no ha ofrecido más que el agua que llega desde Turbo y una lista de migrantes que les entrega a las empresas transportadoras. Los que no aguantan la espera buscan el cruce por debajo de cuerda, que puede terminar en naufragio como pasó la semana anterior cerca a Capurganá: tres mujeres muertas y seis personas desaparecidas, entre ellas tres menores de edad.
En Acandí los reciben cientos de motos y coches de caballo para llevarlos a un campamento tres horas selva adentro. Los fumigan al bajarse de la lancha y comienza la negociación para el viaje. Son los privados, con anillos resplandecientes y motos nuevas, quienes se encargan de guiar la ruta, hospedarlos, alimentarlos. El Estado solo pone a dos policías en el muelle que sirven de constancia mientras comen mango. Miembros de los consejos comunitarios afro se pelean el tránsito. Unos ponen manillas a los viajeros y hablan de turismo, mientras los otros aprovechan su ruta más plana y su campamento. Hablan y negocian como repúblicas independientes.
Para quienes cruzan, Necoclí es solo una carpa en la playa y una taquilla para conseguir un tiquete. El tedio y el hambre les hacen pensar que la Fiesta del Bullerengue es una nueva estrategia para explotarlos. Tendrán que bailar y beber.
Son boyas que chocan contra una frontera. Un poema de Tomas Tranströmer describe algo de ese ruido incesante: “O como alguien que golpease la pared, alguien que pertenece al otro mundo pero que permanece aquí, golpea, quiere regresar. ¡Demasiado tarde! No tuvo tiempo de llegar abajo, no tuvo tiempo de llegar arriba, no tuvo tiempo de llegar a bordo…”.