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Noticia de Providencia

Pascual Gaviria

09 de septiembre de 2014 - 08:00 p. m.

A simple vista, Providencia es una roca tranquila habitada por 4.500 hombres y mujeres con más patria en el mar que en la tierra.

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Como todo pequeño pueblo, vive entre chismes cifrados y escándalos de pacotilla. Los turistas, con la careta recién puesta, sólo logran ver los colores por debajo de la superficie mientras las señas, las mañas y las vueltas con el arpón pasan desapercibidas. Allá todos tienen la misma sangre y la misma bilis, se pueden abrazar en las tardes y disparar en las noches, se emborrachan con la misma botella y se dan palo con los bastones negros del vudú. Los paquetes de coca, la promesa de un bulto con dólares en la orilla, la brújula millonaria que apunta a las costas de Honduras han hecho que ese sencillo corral de impulsos adolescentes, ese infierno maravilloso, adquiera un aire truculento. Lo que hace décadas fueron historias tribales aptas para un libro de viajeros del siglo XIX, o para las observaciones de un sociólogo principiante, hoy podrían servir para unos capítulos de El Capo Caribe.

La isla recibe el ripio de disputas que deja su vecina San Andrés. Allí se esconden los narcos acosados por sus enemigos o llegan de fiesta cuando las discotecas se ponen pesadas en la isla que se pretende hermana mayor, y allá se buscan capitanes con experiencia y marinos jóvenes con ambición de hacer sus primeras rutas por recompensas menores. En Providencia todo es más manejable, más manual, por decir algo: las cuentas se llevan en cuadernos, los rinconeros (pescadores) firman la factura para comprar la gasolina de los barcos cargados, los viejos saben la ruta de las lanchas de ida y de los paquetes de regreso cuando aparece la Armada y hay que tirarlos al mar, los buzos salen con una red para las langostas y una caleta para el “coso” (un paquete de un kilo) que pueda aparecer en el camino. En Providencia el narcotráfico no tiene el ritmo frenético que muestran las películas, es sólo un sopor que abarca a toda la isla, una esperanza que llama a la paciencia y la intriga, a la traición y la aventura.

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Pero en Providencia no hay lugar para los capos. Los viejos que se enguacaron hace años limpiaron sus dólares con un lote o una farmacia; otros salieron para Nicaragua, Jamaica o Bahamas cuando la cosa se puso fea, y los aparecidos desde San Andrés, Antioquia o la Costa Caribe saben que tienen una escala para tanquear y una lista de capitanes, pero no un reino. Los códigos de honor de Providencia, la conciencia de dueños de los raizales hace muy difícil el control. De modo que los pelaos no comen cuento y llevan su arma al cinto para no dejarse someter de ningún recién llegado en una Fortuner. Y cambian sus balas como si fueran láminas repetidas y disparan al aire como quien quema una papeleta. En ocasiones basta mostrar las pretinas relucientes para que la disputa quede en tablas. Mientras tanto los policías juegan el más triste de los papeles. Desembarcan en medio del recelo general, confunden los saludos con los insultos y se dedican a retener motos por la revisión técnico-mecánica y a perseguir a quienes queman hierba en las playas.

Hace unos meses fue encontrado muerto un joven en uno de los bosques de la isla. Tenía señales de tortura y todo indica que se trató de un torcido con una lancha que salió desde unos manglares en la noche. Eso nunca había pasado en la isla. La inocencia armada puede estar corriendo riesgos en la isla.

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