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Novela de baranda

Pascual Gaviria

07 de mayo de 2013 - 06:00 p. m.

Nos habríamos podido ahorrar la escena sentimental. La triste despedida del reo y su esposa en la baranda del juzgado.

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Lo lógico habría sido verlos salir, abrazados, celebrando una victoria parcial luego de casi dos años de detención en medio de un proceso. Pero en ocasiones la minucia de un sumario, las pequeñas batallas de orgullo entre fiscales y defensores, la obstinación de un juez que quiere verse firme bajo su toga, hacen olvidar las verdades y las dispensas que deben acompañar todo juicio.

Recordé un clásico de primer semestre de derecho en el que a la pena se le llama “atrocidad”. Sería importante no olvidar nunca la pena como una temeridad que necesita recubrirse de todas las garantías posibles para lograr un velo de civilización. El autor de ese gran librito escrito hace 250 años es Cesare Beccaria. Su elocuencia va de la mano de Montesquieu cuando dice: “Toda pena que no fuera de la absoluta necesidad, es tiranía”.

Es posible que al comienzo del juicio se justificara la detención del acusado para salvaguardar las pruebas. La subordinación de algunos testigos frente a la sombra de un exministro y las visitas probadas a los sitios de reclusión de sus excompañeros de oficina, podían ser argumento suficiente para mantener la detención preventiva. Pero luego de veinte meses, cuando los testigos han tenido tiempo y silencio para pensar sus declaraciones, cuando los fiscales han presentado los testimonios y el juez ha evaluado buena parte de la acusación, no parece clara la necesidad de una medida excepcional.

Porque esa es otra de las reglas que se olvidan cuando los folios particulares se convierten en lo más importante. Que el derecho penal es una excepción, una atrocidad revestida de toga, la última de las opciones. Y que, dentro del derecho penal, la cárcel para quien no ha sido condenado es otra excepción, una anomalía que no puede ser aplicada para castigar sino para hacer posible un juicio equilibrado o proteger a la sociedad. Una lectura al librito de Beccaria nos habría evitado también, en alguna medida, que la política pudiera jugar tan a gusto con un juicio penal.

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Pero no es sólo la pareja de las primeras páginas la que sufre los rigores de un rigor injustificado. Más de la mitad de los presos colombianos están en la cárcel a la espera de una sentencia. Hace poco lo dijo con claridad Rodrigo Escobar, exmagistrado colombiano y el relator de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: “Los jueces, en todas las instancias, se han venido olvidando que la jurisprudencia de la Corte Constitucional y la Comisión Interamericana establece que la detención preventiva debe ser excepcional”. El problema no es sólo de Colombia. México tiene cifras parecidas a las nuestras y Venezuela tiene números aún peores. Lo triste del caso es que por la vía del procedimiento estamos asumiendo posturas cercanas a las de regímenes como el cubano. Donde existe la llamada “peligrosidad predelictual”. En virtud de la cual una persona puede ser encerrada o internada en un hospital o vinculada a un proceso de reeducación por ser proclive a cometer delitos. Mejor dicho, por simple precaución. Valdría la pena ser tan vigilantes de los jueces como de los políticos.

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