Fueron cinco años intensos, de apoyos mutuos, de advertencias y nuevas reglas para esa relación incendiaria y fructífera. Gritaron juntos, señalaron, mintieron, incordiaron como una regla para hacerse fuertes. El templo, con su símbolo alado, solo prestaba los altares para ese predicador frenético, entregaba la piedra de los sacrificios a un sacerdote vociferante, no pretendía desmentir sus mensajes ni calificar sus condenas. Los templos no hablan, solo resuenan, explicaban desde sus torres. Pero la ruptura resultó inevitable, el sermón se hizo peligroso, un conato de incendio sobre la catedral mayor hizo necesario el destierro...
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