Fueron cinco años intensos, de apoyos mutuos, de advertencias y nuevas reglas para esa relación incendiaria y fructífera. Gritaron juntos, señalaron, mintieron, incordiaron como una regla para hacerse fuertes. El templo, con su símbolo alado, solo prestaba los altares para ese predicador frenético, entregaba la piedra de los sacrificios a un sacerdote vociferante, no pretendía desmentir sus mensajes ni calificar sus condenas. Los templos no hablan, solo resuenan, explicaban desde sus torres. Pero la ruptura resultó inevitable, el sermón se hizo peligroso, un conato de incendio sobre la catedral mayor hizo necesario el destierro del orador derrotado. Trump está fuera de Twitter y su rebaño clama contra la persecución. Ahora hay algo más de silencio, casi 90 millones de fieles buscan a su líder.
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Trump fue desde el comienzo un alumno aventajado de Twitter. En 2012 ya entendía muy bien de qué se trataba el juguete. Su desconfianza por los medios tradicionales y su proverbial tacañería lo guiaban por el camino correcto: “Me encanta Twitter... es como tener tu propio periódico, pero sin las pérdidas”. Todavía le imprimían los trinos y escribía las respuestas con el fuego de un marcador sobre un tablero. Su primer trino escrito directamente en la pantalla dejó a sus asesores felices: naturalidad, incorrección en el lenguaje y el discurso, palabras repetidas como martillazos. Justin McConney, encargado de las comunicaciones del Grupo Trump en ese entonces, recuerda el 5 de febrero de 2013 como una epifanía: “El momento en que supe que Trump podía tuitear por sí mismo fue comparable a la escena de Jurassic Park cuando el Dr. Grant se enteró de que los velociraptores podían abrir puertas y excavar”. Trump supo del poder de esa herramienta sencilla, no era un mecanismo muy sofisticado, solo tenía que ser un poco más burdo y más insultante de lo que era naturalmente. Construir una caricatura para hacerse más visible. Philip Roth describió hace unos años los insumos para el trabajo que lo impulsó de buena forma hasta la Presidencia en 2016: “Un vocabulario de 77 palabras que es mejor llamar imbecilidad”.
Pero la fuerza estaba ahí y los números lo demostraron. Durante la campaña presidencial de 2016, escribió 34.000 trinos, contra apenas 9.800 de Hillary Clinton, y consiguió más de nueve millones de seguidores, contra poco menos de seis millones de su rival. Distraer, insultar, señalar eran las estrategias de Trump, algunos lo definían como un político en un juego de rol en medio de la contienda. Ya en la Casa Blanca, el presidente se mostraba orgulloso: “Tuitear es como una máquina de escribir, cuando lo envías, inmediatamente aparece en el show. Dudo que estaría aquí si no fuera por las redes sociales”. Trump llegó a amenazar a Corea del Norte con un bombardeo vía Twitter y a culpar a un excongresista del asesinato de una de sus asesoras. La plataforma dijo que no retiraba los tuits porque tenían un gran valor noticioso.
En la campaña reciente llegaron las primeras advertencias mutuas. Una etiqueta de Twitter decía que los mensajes de Trump eran potencialmente falsos y llegaron a borrar algunos. Él respondió diciendo que la plataforma violaba la libertad de expresión y anunció una fuerte regulación e incluso su cierre. Perdió las elecciones y su cuenta en apenas dos meses. Twitter está ahora en la lupa de los políticos de todo el mundo y de todo el espectro ideológico (¿quiénes son para decidir sobre sus discursos?), y en la mira de los inversores. El día de la expulsión del presidente, su valor en el mercado cayó 5.000 millones de dólares. Twitter y Trump se extrañan, se necesitan, se odian.