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Las protestas contra el transporte público son una amenaza y una tentación para los políticos.
Los números que giran en las registradoras muestran el tamaño del problema o la oportunidad que se incuba. Bogotá tiene sus historias de agitadores en los paraderos. Hace más de 100 años, luego de que un conductor bajara a garrote a un gamín que viajaba colgado del tranvía, se inició un boicot contra la compañía americana dueña de las “carrozas”. Durante siete meses los ciudadanos miraron con desprecio los coches y todo terminó con nuevo dueño y nuevo nombre: Tranvía Municipal de Bogotá. La gente viajaba satisfecha pero no ahorraba burlas para la sigla T.M.D.B: “Treinta minutos de bamboleo”.
Más tarde fue la encrucijada de Rojas Pinilla frente a los bochinches por el anuncio de las alzas en el transporte. Un decreto que se firmaba cada año en compañía del comandante de policía. Los estudiantes universitarios eran los líderes del pataleo y el gobierno debía decidir si enfrentarlos o lidiar con los dueños de los buses que amenazaban con guardar sus cacharros hasta nueva orden en la tarifa.
Estas dos historias se encuentran en El libro de los buses de Bogotá, una publicación de la Universidad Católica y del Rosario que parece hecha para darle contexto a la reciente crisis de Transmilenio, e incluso para aventurar algunas respuestas. Luego de los destrozos del pasado 9 de marzo han saltado voces que señalan los beneficios de 12 operadores del sistema como uno de los problemas. El alcalde Petro dijo que el Distrito pondría una flota de buses propia. Y muchos han salido a reivindicar la palabra “estatismo”.
Paso las páginas del libro y veo los troles de la vieja Empresa de Transporte Urbano convertidos en chatarra. Desde 1959 hasta 1991 la E.D.T.U. intentó prestar sus servicios con buses comprados de segunda mano en EE. UU. y de primera mano en Rumania y la Unión Soviética. Se asoció con la Federación de cafeteros, cambió sus rutas, uniformó a sus choferes y diseñó buses especiales . En 1989 le quedaban 353 buses, 9 rutas, una colilla de deudas impagable y hermosos cementerios de carrocerías en las afueras de la ciudad.
La competencia privada le ganó el pulso de sobra. No eran 12 dueños arrogantes sino un hormiguero de pequeños propietarios afiliados en cooperativas a los que era imposible poner orden. Al final de la década del sesenta los buses del Distrito movilizaban sólo el 6,9% de los pasajeros de la ciudad y la cifra fue languideciendo. En vez de intentar un control eficiente , la administración gastó buena parte de sus recursos en una competencia que únicamente servía a la burocracia y a los vendedores de buses y sus intermediarios.
Transmilenio le ha entregado a Bogotá una posibilidad de manejo que hasta hace unos años parecía imposible. En buena medida la idea inaugurada en diciembre del año 2000 surgió luego del fracaso de la troncal de la Caracas, que construyó una infraestructura dudosa y además dejó intacta la operación avispa de los transportadores y sus cooperativas. La ciudad debe poner en segundo plano la pelea por la afinidad de quienes protestan y el balance de quienes operan el sistema. Debe olvidar sus sueños de busero mayor y operar la logística del transporte que olvidó en los últimos 5 años, mientras miraba los planos de la primera línea del metro.
