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En 20 años han cambiado los dueños del miedo, el poder y la calle en cientos de municipios del país. Los patrones han caído y se han renovado, los gobiernos han dado sus partes de victoria, pero la gente sabe de sus deberes de obediencia y lealtad a quienes están todos los días en las esquinas y en el monte, a quienes los amenazan o los acogen según sus intereses y arrebatos.
Cuando apenas empezaba la negociación con los paramilitares, Luis Carlos Restrepo, entonces comisionado de Paz, lo decía con el realismo que imponía Ralito: “Los grupos de autodefensa en Colombia hace mucho rato tienen una agenda propia, una negociación propia, tienen, así no nos guste, una base social propia, que se levanta compitiendo con la legitimidad del Estado”.
A finales de 2002 Medellín vivía una guerra entre Doble Cero, hombre de los Castaño, y Don Berna, patrón de las bandas criminales de la Terraza para abajo. Cuando el tropel estaba difícil de resolver, una decisión drástica se puso sobre la mesa: Carlos Castaño debía mediar para arreglar el desorden. Al parecer el acuerdo con el Gobierno central para iniciar la negociación incluía la condición de resolver la guerra en Medellín. En su libro Guerras recicladas, María Teresa Ronderos cita las memorias de las reuniones entre los comandantes paras y el comisionado de Paz: “Si no es posible un acuerdo, se debe entregar este territorio al Estado”. Los dueños de la ciudad se comprometían a hacer las paces o devolver Medellín. Era muy claro quiénes mandaban. No se puede olvidar que años después, en mayo de 2005, la orden de captura contra Don Berna por incumplir lo pactado con el Gobierno provocó un paro de transporte que paralizó los 10 municipios del área metropolitana de Medellín.
Pero los paras seguían ofreciendo. Mancuso habló de entregar los territorios desde Sincelejo hasta Tierralta. El comisionado Restrepo decía estar listo para recobrar lo perdido: “El Gobierno está en capacidad de recibir los territorios como una forma de recuperar legitimidad”. Por su parte, Carlos Castaño le explicaba a su hermano Vicente cómo serían las cosas: “Las Fuerzas Armadas del Estado entrarán paulatinamente a tomar el control de las regiones que les entregarán las Auc y donde el Gobierno asumirá igualmente su presencia administrativa en lo social”. No se trataba de un cese al fuego frente a los militares, ese fuego no existía, era cuestión de “entregar” a la gente, dejar de disponer de sus vidas, sus tierras y su voluntad.
La desmovilización de las Auc desembocó en facciones varias y dejó por fuera desde el comienzo a grandes capos y a otros insatisfechos después de las extradiciones. Muy rápido los Urabeños se convirtieron en un nuevo mando con poder unificador, base social y diversificación de negocios. Don Mario siguió las instrucciones de Vicente Castaño hasta abril de 2009, cuando fue capturado y Juan de Dios Úsuga, alias Giovanni, asumió el mando. Según la Corporación Nuevo Arco Iris, en 2012 los Urabeños ya tenían 2.000 hombres y operaban en 361 municipios del país. Giovanni fue dado de baja el 1° de enero de 2012 en Acandí y las Agc (ya tenían nuevo remoquete) impusieron toque de queda en decenas de municipios de Córdoba y el Urabá antioqueño. La extradición de su hermano, 10 años después, deja de nuevo muertos, miedo y una notificación al Estado y la sociedad.
El poder para nunca desapareció en cientos de municipios y en barrios de algunas capitales. Solo que ahora es más silencioso, se ejerce con menos brutalidad y apenas queda en evidencia frente a todo el país cuando desde el Gobierno se anuncia una victoria. En Colombia los grandes triunfos en seguridad hacen evidentes las largas derrotas del Estado.
