Bajo el vidrio de mi escritorio me sorprende uno de los recortes de prensa que he ido guardando según mi entusiasmo de coleccionista.
La verdad es que esa afición ha perdido el filo a la par de las tijeras. “Auto de detención a P. Escobar”, se lee en la pequeña nota que reseña al juez décimo superior de Medellín y señala el posible homicidio de dos agentes de Seguridad y Control en marzo de 1977. Pablo Escobar es un fantasma que rondará la memoria de esta villa por años, como antes rondaba las notarías, las fincas y las oficinas públicas.
En la repisa de mi biblioteca me encuentro con una estatuilla que lo representa con vestido habano, camisa rosada y corbata gris. El gesto del muñeco de cerámica muestra el esfuerzo que hace para sostener su disfraz de político de provincia. Parece contener la risa apenas con la ayuda del bigote frondoso. Hace unos años un artista local hizo cientos de ellos para que cada quien lo adorara o lo estrellara contra el piso. El Pablo reciente de la televisión ha terminado por revivir los recuerdos de todo el mundo en Medellín. Y casi es seguro que todos los mayores de 35 años tienen una anécdota, propia o por interpuesta persona, que los acerca al capo. Y una versión de la historia. Por eso no creo en los reproches indignados contra la serie. El relato de Caracol no servirá para despistar al país sobre la maldad del asesino mayor. Será apenas una adaptación más de las miles que se han construido sobre Escobar. Todas necesariamente incompletas. Nadie puede pretender sacar el copyright de un mito.
Hace unos días, en la barra de un bar, un hombre que fue piloto de esos tiempos me contaba su vida en el edificio Gusgavi en el centro de Medellín. Una especie de apartahotel para hombres cercanos y estudiantes foráneos que juntaba dos sueños de la mafia: lujos en el interior y sordidez ambiente en las afueras. Servicio de comedor a las habitaciones en medio de un enjambre de putas y ladrones. Gustavo Gaviria era el regente de ese nuevo desarrollo urbano.
Un amigo me suelta su primera visita a la hacienda Nápoles siendo estudiante de una vereda en el municipio de San Luis. En el recorrido, el Ejército los detuvo y los hizo bajar para ver los cuerpos de dos guerrilleros muertos. Fue la introducción para la aventura salvaje que estaban por descubrir. Otro me dice tener grabado el testimonio de una señora que recibió a Escobar en sus primeras visitas al Magdalena Medio. La señora les cocinaba primero a cinco, luego a 10, más tarde a 20 hombres liderados por Escobar haciendo de colono. Uno más festivo me recuerda el concierto sorpresa de Rafael en Caldas. Pablo Escobar presidía por los laditos. Mientras juega Colombia, un compañero se distrae y me promete una letra de cambio que Escobar le firmó a su mamá por la venta de una casa a finales de los setenta. Uno más imaginativo me dice haberlo visto tomando aguardiente en un taxi al frente de una reconocida legumbrera de Llanogrande. Cuando ya era un hombre buscado en bloque. Cuando creo que ha sido suficiente me llama el hijo de Humberto Coral, uno de los policías que comandó el operativo para dejar al ‘Patrón’ dormido en un techo. Su papá fue asesinado cinco meses después, a sólo unas cuadras de donde cayó Escobar. El capo seguía matando después de muerto.
No vale la pena esconder los fantasmas, mejor revivirlos, que revoloteen de nuevo, así asusten. Claro, serán imprecisos, etéreos, deformes. Así son los muertos.