Rabo de ají

Pugilistas

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Pascual Gaviria
14 de junio de 2017 - 02:00 a. m.
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La escena podría situarse en una de esas jaulas para los combates-espectáculo que tienen gran audiencia en Estados Unidos. En una esquina está Donald Trump con sus 1,88 metros y su mano alzada para un juramento que es también un alarde de seriedad, la máscara de un niño que frunce el ceño. En la otra esquina está James B. Comey, con sus 2,03 metros de estatura, la mirada al frente en la actitud de quien escucha un himno de guerra, un abogado en la postura de un militar (su abuelo fue policía) y la mano derecha en alto, abierta, pero en el fondo empuñada y dispuesta a dar un manotazo sobre la mesa tendida de la política en Washington. Las bolsas bajo sus ojos muestran que la pelea ya ha tenido varios asaltos.

Uno de ellos sucedió en el salón verde de la Casa Blanca, el mismo donde arreglaron el cadáver de Lincoln. El round lo contó Comey en su declaración de siete páginas que algunos describieron como una pieza literaria. Dos edecanes militares dejan sobre la mesa las provisiones de dos hombres que se miran con una concentrada desconfianza. Acuden a un duelo silencioso, incruento por ahora. Salen los edecanes y se pronuncian las palabras dignas de esos enfrentamientos teatrales: lealtad y honestidad. Cuando el campeón de los pesados soltó lo que parecía ser una amable exigencia, Comey sostuvo el reto con la compostura de pequeño y orgulloso sheriff: “Yo no reaccioné, no hablé ni cambié mi expresión durante el incómodo silencio que se produjo. Simplemente nos miramos en silencio”. A comienzos de enero, cuando Trump era aún un campeón sin ceremonia de investidura, se había presentado una pequeña escaramuza. Comey fue llamado para recibir un abrazo en público, bajo la mirada de todo el escenario político de Estados Unidos, un abrazo que era también un golpe bajo y que se cerró con un susurro al oído que era también una advertencia: “Estoy ansioso de trabajar con usted”. Fueron en total nueve asaltos antes del K.O. presidencial, tres en persona y seis telefónicos. Al final de la desigual pelea Comey confesó en su declaración ante el senado que no había tenido el valor para plantarse frente a Trump desde el comienzo y revelar las presiones.

En esos combates muchas veces el enemigo es también una especie de reflejo. Parece increíble que Trump insulte a su contraparte con palabras como showboat y grandstander, que quiera acusar a un enemigo de ser grotesco en la exhibición de su orgullo, de ser un exhibicionista que solo busca el aplauso. Comey se limitó a llamar mentiroso a un presidente que se ve falso cuando ríe, cuando piensa, cuando abraza a su esposa y cuando señala a la prensa y sus noticias falsas. Luego de este combate, Comey se ha convertido en el retador más importante de las últimas décadas en Estados Unidos. Se plantó frente a los Clinton desde los años 90 cuando investigó algunos de sus negocios inmobiliarios. Luego investigó a Hillary por el manejo de información clasificada en su correo personal y calificó su conducta de “descuidada y negligente”. Once días antes de las elecciones pasadas la puso en cuestión y tal vez haya decidido el resultado. Antes había retado a George W. Bush y sus dos principales asesores jurídicos al negarse a firmar una orden para ampliar las interceptaciones sin orden judicial luego del 11-S. Una escena de película frente a la cama de una unidad de cuidados intensivos donde los hombres de Bush intentaban hacer firmar a un fiscal general incapacitado por una pancreatitis. Ni siquiera Obama salió bien librado cuando dijo que su fiscal le había propuesto llamar “problema” y no “investigación” la causa contra la señora Clinton.

James B. Comey es uno de esos antagonistas claves para la democracia y las películas.

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