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En las elecciones de Congreso de la semana antepasada votó un porcentaje menor de colombianos que hace cuatro años. El censo electoral creció en un poco más de 2’300.000 ciudadanos habilitados y, según lo que dejan ver los escrutinios, la cifra de quienes votaron no aumentó en más de 600.000. Luego del paro nacional que tuvo como consigna más y mejores marcas en los tarjetones y que alentó el voto joven como una manera efectiva de cambio, el entusiasmo no se vio en los puestos. También las diferencias con las elecciones de 2010 y 2014 son marginales. Los “grandes” partidos (Liberal y Conservador) que han mantenido su clientela en las últimas décadas sacaron sus casi dos millones de votos cada uno con sobresaltos en apenas algunas de sus pugnas clientelistas. Los dos recientes inventos partidistas (la U y Cambio Radical) perdieron presencia mediática, incidencia nacional y nombres reconocibles, pero igual sumaron cerca del 20 % de los votos totales. Sus microempresas electorales mantienen el “empleo”. En las consultas interpartidistas la participación apenas levantó el domingo 13 de marzo al 30 % de los votantes habilitados.
Pero ahora todo está en cuestión. Ganadores, perdedores, indecisos, tibios, clasificados y eliminados por voto finish descalifican los resultados. Fraude, golpe de Estado, robo histórico… Hasta el presidente Duque, en una declaración tan torpe como arriesgada, dijo el fin de semana que lo mejor era recoger y barajar de nuevo. No importa lo que digan las normas sobre el tema, como si simplemente fuera ir al VAR. Para Uribe los conteos regidos por el registrador elegido por su gobierno son inaceptables. Uribe no logra aceptar su decadencia y decide que es mejor descalificar a su propia gente. Algo así como: si somos menos es porque somos un fraude. Y Petro quiere desconocer su triunfo. Durante toda la campaña Roy Barreras, su jefe de debate, dijo que el Pacto Histórico lograría 20 curules para el Senado. Los escrutinios le entregan 19 con cerca del 99 % de las mesas escrutadas. El Pacto quedó entonces muy cerca de sus cuentas más optimistas. Vio cómo el escrutinio recuperó casi 400.000 votos para su partido. Jueces, notarios, delegados de la Registraduría, funcionarios de las oficinas de Instrumentos Públicos estuvieron en esa tarea. Creo que la conclusión debería ser la contraria: su partido obtuvo el mayor número de votos nuevos luego del escrutinio, mientras el partido de gobierno perdió el mayor número de votos respecto al preconteo. Pero ahora la consigna es compartida: para que nadie se robe las elecciones es necesario que todos digamos que se las están robando.
Es imposible negar el desorden, las suspicacias, la terrible tarea de Alexánder Vega —un politiquero menor que terminó a cargo del manejo electoral—, la tristeza de un Consejo Nacional Electoral que representa la política más sórdida, los formularios que se imprimen sin lógica y sin revisión de las mesas técnicas, el cambio de miles de jurados. Pero ya se habló de fraude en 2014 y 2018, y ni observadores electorales ni las cifras definitivas mostraron evidencia de un torcido.
Hoy se trata de alentar a los electores por medio de la desconfianza. ¿Será que descalificar la democracia lleva a aumentar la participación? No parece una estrategia muy lógica. Parece más cercana al salir a votar berracos. Los resultados del plebiscito, los más reñidos en años y bajo la mayor de las discordias en décadas, se aceptaron en tiempo récord. Hasta las Farc creyeron en la democracia. Parece que hoy todo se ve distinto y lejos del Código Electoral. Los candidatos creen más en las encuestas que en las elecciones.
