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Pascual Gaviria
28 de mayo de 2013 - 11:00 p. m.
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El desplazamiento al interior de las ciudades entrega la mejor radiografía del poder armado en nuestros barrios.

Los homicidios, los robos, las extorsiones se encargan de señalar ciclos de criminalidad, esquinas peligrosas, guerras por el control del territorio. Pero la expulsión de decenas de familias de un barrio, sea por goteo o en estampida, deja ver complejidades y riesgos casi siempre inadvertidos. En ese desajuste que implican los trasteos a destiempo, salen a relucir intercambios entre la economía legal y la ilegal, complicidades entre los combos y los poderes políticos que manejan presupuesto participativo, disputas entre clanes familiares que han manejado las plazas durante generaciones, sometimientos de una pandilla a su rival para salir con el estatus de desplazados. El Estado se ha demorado para entender que no se trata de un juego de policías y ladrones sino de un complejo ajedrez, donde muchas veces la figura de la policía ni siquiera es vista como digna de ocupar un puesto en el tablero.

Medellín es, entre las capitales, la ciudad con más retos y más experiencia en el tema. Desde 2007 un acuerdo del Concejo regula la política pública para prevención del desplazamiento y atención a las víctimas. Una oficina municipal con cerca de noventa funcionarios se ocupa de la atención y el acompañamiento a los desplazados. Un chaleco rojo es su única defensa contra la determinación y las notificaciones de los asesinos. En los últimos cuatro años las cifras no han parado de crecer en la ciudad. De los 2.657 registrados en el 2009 se pasó a 9.941 desplazados de sus barrios el año pasado.

El fenómeno entraña paradojas para huir del triunfalismo policial y desconfiar de cifras que a primera vista resultan alentadoras. Muchas veces la captura de uno de los “duros” puede causar la salida obligada de su círculo cercano: no sólo familiares y compinches sino amigos tenderos, jóvenes utilizados como jíbaros, adolescentes relacionadas con sus hombres…; en fin, todo un círculo social que, por complicidad, obligación o necesidad, gira alrededor de los “dueños” del barrio. En ocasiones la reducción de homicidios también coincide con la hegemonía de uno de los actores armados, entonces comienza la huida de quienes no quieren plegarse a ese nuevo poder que exige rentas, hijos para las vueltas o hijas para el entretenimiento. Detrás de la salida de los desplazados está la violencia subterránea: reclutamiento, desaparición forzada, torturas, acoso sexual. Esas historias están contadas en informes hechos por la Alcaldía de Medellín entre 2010 y 2011.

A pesar de todo, el último caso de desplazamiento masivo en el corregimiento de San Cristóbal, en las montañas del occidente, deja un espacio a la esperanza. Después de las fotos de los soldados y policías haciendo los acarreos llegaron los funcionarios de la oficina de atención a víctimas. Lo primero fue cuidar a los perros y alimentar las gallinas de quienes dejaron sus casas. Lo segundo fue dormir con las doce familias que aguantaron el miedo inicial. Luego orientar a la policía en la manera de llegarle a la gente, pegar avisos de protección especial en las puertas de las casas recién abandonadas, llevar de la mano a toda la administración hasta donde las casas de La Loma en San Cristóbal. La presencia del Estado y algunos símbolos nunca usados fueron efectivos: el 95% de las familias han regresado. Una foto vergonzosa, y hasta injusta, sirvió para mover al Estado y proteger a la comunidad bullanguera que ha vivido desde hace siglos en La Loma.

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