LOS RECIENTES EPISODIOS DE VIOlencia en Bogotá sumados a la percepción de inseguridad en zonas sensibles para la opinión, han provocado un clima favorable a lo que podría llamarse el síndrome del toque de queda: un nerviosismo colectivo que pide a gritos cerrar las puertas y apagar las luces de la ciudad por la vía del decreto salvador.
El más notable arrebato de la enfermedad apareció el domingo pasado con la columna de Felipe Zuleta en este diario. Según Zuleta, el alcalde debería imponer la ley zanahoria en todo Bogotá, además de otras restricciones a la venta de alcohol. El columnista pone como argumento su experiencia cosmopolita en ciudades del primer mundo. Cita las prohibiciones ejemplares de algunas capitales ordenadas y severas. Incluso nos cuenta, como atractivo turístico y ejemplo de civismo, que en Vancouver no se vende trago los domingos.
Al contrario de Zuleta, pienso que las ciudades que deben conducir sus costumbres y sus agendas de la mano constante de la prohibición y las restricciones de Policía no pueden ser ejemplo de civilización y comportamiento. La neurosis del orden no implica siempre las virtudes del progreso. Recuerdo que en la época de mayor violencia en Medellín, a finales de los años ochenta, el gobierno municipal y los narcos estaban de acuerdo en una sola cosa: la ciudad debía estar dormida a las diez de la noche. Se trataba de un asunto de supervivencia y creo que toda una generación recuerda esos días como lo más parecido a una época en la que imperaba la ley del terror.
Imponer orden en algunas zonas no puede ser sinónimo de restringir horarios y posibilidades de disfrute para los ciudadanos. Ni siquiera para los ciudadanos corrompidos que buscamos alguna botella llena los domingos o tarde en la noche. La tranquila soledad de los espacios públicos no me parece un objetivo admirable.
Creo que todo el alboroto alrededor de las restricciones sobre los sitios de encuentro nocturno tiene más de mojigatería que de posibilidades reales para combatir la criminalidad. Me extraña, por ejemplo, que los medios hablen durante semanas de nuestras libertinas costumbres a la hora de vender licor y nadie mencione una reciente ley que abrió posibilidades a la más libre circulación de armas amparadas. En este punto creo que Medellín está mucho más enfocada en sus discusiones y sus medidas para atacar el crimen. Mientras Bogotá habla de cantinas y góndolas de licores en los supermercados, Medellín acaba de aprobar tres meses más de restricción al porte de armas. Medida que en el mes de diciembre supuso una reducción del 35% en el índice de homicidios. Según el Secretario de Gobierno de Medellín las armas amparadas aparecen con frecuencia en las escenas de los crímenes y cada vez es más normal la captura de personas con antecedentes que portan armas con salvoconducto. Mientras se criminaliza a los consumidores de licor en las esquinas, la ley de reducción de penas logró que el porte ilegal de armas se convirtiera en un delito inocuo. El 83% de los capturados por este delito en 2008 en Medellín están libres.
Se agradece que el presidente Uribe haya apoyado la restricción al porte de armas hasta abril en la ciudad de Medellín. Pero parece que su percepción sobre los motivos de inseguridad sigue siendo muy parecida a la de Felipe Zuleta. Durante el Consejo de Seguridad en Medellín, mientras hablaba de su preocupación por un ataque con una granada a un taller de motos, su discurso se centró en una queja contra la permisividad que supone la dosis personal. El peligro de las obsesiones.