LA PEREGRINACIÓN DE CADA COmienzo de diciembre hasta la casa marcada con el número 45D-94 en el barrio Los Olivos, en Medellín, me obligó a abrir la novela Happy birthday, Capo.
En últimas, el trabajo de un escritor es mejor alimento para la curiosidad que la cháchara del taxista que nos lleva hasta los bajos de la comuna 13 y nos señala una fachada. En el libro de José Libardo Porras están los últimos revoloteos de Pablo Escobar, una polilla que da tumbos entre remordimientos, paranoias, sueños y la tentación del teléfono. Son ocho largas horas en la compañía de Inés, la cocinera con todas las medallas a la lealtad, y Corozo, un lavaperros como cualquiera, con agallas y sin hígados, aburrido bajo las modorras de la marihuana y receloso de la figura derrumbada del Patrón.
Todo se ve deforme desde las ventanas de esa casa que aparenta normalidad. Como si sus habitantes sólo pudieran ver a través de la mirilla de la puerta que amplía la realidad con su ojo de pescado. Pablo Escobar dedica buena parte de la mañana a vigilar a los recicladores de la esquina. Le parecen temibles y envía a Inés, su única posibilidad de agente encubierto, para que los indague. Ahora los albañiles que trabajan en la casa del lado están muy silenciosos. Por qué apagaron el radio, por qué ya no suenan Las mañanitas en versión de Javier Solís. “¿Albañiles?, dudó, ¿recicladores?, quién sabe”.
Las relaciones entre Corozo y el Capo se han ido enturbiando en medio de la decadencia y el tedio. Pablo se ha levantado primero que su guardaespaldas, ha descubierto el olor a marihuana debajo de su puerta, ha oído sus ronquidos: cómo se atrevía a dormir así en su presencia, sabiendo que él no podía conciliar el sueño y le pagaba millones para que velara a su lado. El Patrón sintió el piso sucio, andaba descalzo todo el día, y no pudo contener su rabia: “Póngase a barrer y a trapear, ¡güevón! Esta casa está muy sucia”. De ahí en adelante todo fue desconfianza entre el rey y su peón de brega. “Qué va, esta guerra no es mía”. Piensa Corozo y pone en la balanza los dos mil quinientos millones de recompensa. Qué habría hecho yo teniendo a la mano, a la distancia de una traición, dos mil quinientos millones de pesos, se pregunta Pablo Escobar mirando una vieja revista Fortuna de 1980 con un gracioso titular: “Rico McPablo”.
Los noticieros de televisión y los periódicos, antiguo vicio del Patrón, ahora están prohibidos. Los medios se pasaron mostrando el peregrinaje de indeseables de su esposa y sus hijos. Ahora no los quiere ver. Así que las mañanas de insomnio y las tardes de calor con las cortinas corridas pasan más lentas. Oyendo los ladridos de los perros, el silbido del sereno, los gritos de los voceadores: “La uva Chilena, a mil pesitos la libra, el que no la lleve es porque está pelao”. Un ejército menor, las milicias del Eln, cobra la cuota de mantenimiento a todo el mundo en el barrio. Lo suyo es apenas un juego de pandillas, un murmullo que el avión de interceptaciones que sobrevuela la ciudad no podría detectar.
Inés prepara arroz con huevo y tajadas de plátano maduro. El olor logra que esa casa de desahuciados, con tres materas de anturios en la sala, colchonetas en las piezas y una cocina con cuatro platos Made in China, vuelva a tener un aire de familia. En sus últimos desesperos Pablo decide quemar los libros que han llenado sus hazañas de mentiras. Corozo ha logrado salvar No nacimos pa’ semilla y lee la historia ya sabida desentendido del mundo, con la Ingram en el suelo. Tocan la puerta y San Judas Tadeo nada puede hacer. Causas perdidas.