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Ruido y furia

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Pascual Gaviria
03 de diciembre de 2014 - 04:00 a. m.
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Una niña callejera, en un viaje de sacol en pleno 24 de diciembre, sueña con una fiesta con pólvora en la que además pueda estrenar “mecha”, es decir un vestido luminoso como los de las vitrinas. Vende flores para quemar chorrillos.

El chisporroteo de las luces, el titubeo de los silbadores, la sorpresa ante el color de la próxima bengala han sido por muchos años parte de las promesas y los peligros de diciembre. Las primeras excursiones riesgosas que recuerdo son a distintas ventanas de casas humildes, de ladrillo pelado, de zócalo rojo, de rejas retorcidas, en las que nos despachaban una gruesa de papeletas, cebollitas o chorrillos. Cerca al colegio, a la casa, a una finca en Santa Elena, siempre estaban claras las señas de esas casas; eran tan importantes y conocidas como los talleres de bicicletas o las ventanas que prometían empanadas y paletas. Antes, como en un sueño sin sacol, recuerdo las casetas a lado y lado de la autopista donde se ofrecían las pilas, los voladores, las estrellas magníficas que se clavaban a un poste y giraban con su impulso tricolor. Los polvoreros eran artesanos y su mercado al aire libre era una atracción incruenta.

Ahora, desde una orilla ciudadana que se pretende civilizada y espiritual, cívica y compasiva, surge una acusación contra quienes empuñan el cigarrillo para acercarlo a la mecha: mafiosos todos, o mejor, traquetos algunos, quienes fungen de patrones en las esquinas y patrocinan el estruendo, y miserables con gusto de mafioso los demás, quienes gozan de los estallidos o tiran voladores por su cuenta y riesgo o gozan con el rosario nada susurrante de una recamara. Convertir una costumbre popular en un delito es una estrategia que ha demostrado muchas veces ser inútil y riesgosa. Aquí desde hace siglos las fiestas religiosas y populares (les pueden preguntar a las vírgenes del Carmen y la Candelaria) fueron amenizadas con pólvora. Los estallidos están reseñados en las novelas antioqueñas y en los bandos oficiales. Está bien que para muchos sea una costumbre estúpida y derrochona, nadie niega los riesgos que implica y los precios que ha cobrado en ojos y falanges, pero tal vez no valga la pena señalar de mafiosos a quienes perseveran en un gusto que se considera odioso. La ciudad tiene suficientes bandos y recelos para que desde el púlpito de la superioridad moral se trace una línea entre los traquetos y los adelantados. Nos quejamos del estigma sobre la ciudad, pero nos encanta el más burdo y más propio de nuestros insultos para resolver una tensión ciudadana. Muy pronto aparecerán los mapas con cruces para señalar, “con un lápiz de candela”, las comunas mafiosas y todo quedará reducido a las herencias de Don Berna.

Pero tal vez la más grave de las exageraciones está en traducir la hora de estallidos y luces entre la noche del 30 de noviembre y la madrugada del 1º de diciembre al dominio criminal sobre la ciudad. Una especie de resignación para darle poder ilimitado a los 8.000 o 10.000 pillos que se dice forman los combos. Si en verdad la alborada es una celebración de criminales, esos hombres saben repartirse bien y dirigir las mechas en cada barrio de Medellín, sin importar estratos ni fronteras invisibles. También saben revolver los sancochos y poner la música. Tal vez sea mejor cambiar los calificativos y llamar a los unos alborotadores y desconsiderados, y a los otros melindrosos y gazmoños.

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