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Sin elección

Pascual Gaviria

01 de septiembre de 2021 - 12:30 a. m.

La política electoral implica siempre un lente hecho para la distorsión. Incluso, siendo un poco más drástico, podría decirse que tiene siempre detrás un vidrio que impone la deformidad. Un lente ahumado con los sesgos propios, quebrado por la desconfianza, con el aumento que entregan el odio y los intereses propios, y la ceguera que generan los miedos reales o imaginarios. Eso nos pasa cada que se vienen las elecciones y jugamos desde afuera, bien sea como simples votantes, como comentaristas desde los medios, como entusiastas de alguna causa. No se trata simplemente de que la puesta en escena de la campaña nos maquille el producto y los discursos sean un embozo. Es también que estamos condenados a ver esa ficción con los defectos propios de las gafas hechas a nuestra medida. El vaho de las redes y los medios termina de empañar los lentes.

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Nunca había estado cerca de un candidato a un cargo de elección popular. Nunca he hecho parte de campaña alguna ni he repartido un volante o pedido un voto. Mi recuerdo más partidista está por allá a comienzos de los 80, con apenas diez años, cuando acompañé a mi papá a buscar una papeleta para votar por el movimiento Firmes que agrupaba a algunos intelectuales y tenía a Gerardo Molina como su líder. Encontrar la papeleta amarilla requirió esfuerzos de casi toda la familia. Ahora me veo enfrentado a tener a mi hermano mayor como candidato a la Presidencia y a mirar la política electoral desde una lógica desconocida.

El lente se ha invertido y la deformidad puede ser aún peor. Lo primero es que toda esta visibilidad, todo el escrutinio y las mentiras sobre un mundo familiar que creíamos propio entregan algo de desamparo a nuestras vidas. Es inevitable que esa avalancha de miradas sobre el entorno privado nos muestre una dimensión penosa, un reflejo triste al que es imposible responder sin incurrir en cierto patetismo. Siempre será importante darnos cuenta de la mirada ajena sobre nuestras certezas personales y familiares, pero en este caso ese retrato, alentado muchas veces por la caricatura y la falsedad, debilita significados de nuestro pasado y pone interrogantes sobre las posibilidades futuras. Por eso pensé el fin de semana en una frase que hemos oído desde hace años en las películas de detectives, una sentencia antes de la condena: “Todo lo que diga será usado en su contra y tiene derecho a guardar silencio”.

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Muy pronto comenzarán los reclamos por las obligaciones que suponen los entusiastas y los opositores. Mucha gente creerá que tengo que responder a los ataques o los halagos, que el silencio ante los primeros es cobardía o confesión de culpa, y frente a los segundos es sencilla grosería. Tocará lidiar con la suposición de que soy jefe de debate o líder en la recolección de firmas y el trámite de las recomendaciones.

He pensado que lo mejor que puedo hacer es asumir cierto desinterés frente a lo que viene. Que mi cuota de trabajo y respuesta está cumplida por solo asumir una posición que no busqué. Indiferencia, desgano, distracción pueden ser unas opciones interesantes para los próximos nueve meses. Aunque debo confesar que no he podido ejercer esa actitud en estos primeros embates. Por eso estoy escribiendo estos pensamientos sueltos luego de unos días agitados.

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Seguir con los días de siempre, aunque la memoria automática diga que hay cosas vedadas y la certeza diga que desde afuera toda opinión o todo comportamiento será visto como una afrenta, una pose o una apuesta proselitista. Por mi trabajo, por lo que he hecho durante 25 años, es imposible que esté por fuera del juego, pero siempre es posible pasar cuando la mano no nos corresponde.

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