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La aprobación de la cadena perpetua es sobre todo un acto político irresistible para los parlamentarios y los gobiernos. Y cuando digo acto debería decir actuación o simulacro. Una sencilla puesta en escena, con el ceño fruncido de la indignación, para seguir una ruta de severidad que siempre trae rentas frente a la opinión pública. La discusión no implica un análisis serio sobre la utilidad de la medida. Se trata sobre todo de una forma de constancia pública de rechazo a conductas que generan grandes dolores entre la población. El voto en el Congreso se convierte entonces en algo similar a una firma sobre la planilla de las rabias y las frustraciones de la opinión. Del año 2000 al 2014 los países que impusieron penas de prisión perpetua crecieron un 84 %. Nicaragua y Colombia fueron los dos últimos en sumarse a la lista.
En nuestro país la reciente aprobación de la pena perpetua tuvo apenas 14 votos en contra en el Senado y quienes tomaron esa decisión fueron filados en muchos medios en una foto similar a las de los más buscados. Otros senadores que tenían dudas sobre la medida prefirieron guardar silencio a la hora de la votación para no quedar marcados. En las discusiones en el Congreso fue unánime la voz de los académicos que advertían sobre la inconstitucionalidad de la medida por el desconocimiento del principio de “resocialización de la pena” que guía la Constitución colombiana. La prisión perpetua para violadores y asesinos de menores de edad dejaría serias preguntas sobre qué pasa, por ejemplo, con los delitos de genocidio o los homicidios agravados acompañados de torturas. Se mencionó igualmente lo innecesario de la modificación legal cuando en Colombia hay penas hasta de 60 años para esos delitos. Además, ¿cómo se daría tratamiento penitenciario a quienes tienen la opción de resocializarse y a quienes ya han recibido una especie de desahucio civil y legal?
Al final pasó lo que tenía que pasar y la Corte Constitucional tumbó esa reforma al Código Penal con una votación de seis votos contra tres. Los magistrados que sostuvieron la posición mayoritaria pasaron ahora a la lista de los más buscados. Congreso y Gobierno se llamaron defensores de menores y señalaron a la Corte (con la nueva actuación del forzoso acatamiento institucional) como un obstáculo para detener los abusos en el país.
En los primeros años de Derecho es un lugar común la lectura del pequeño tratado De los delitos y las penas, escrito por Cesare Beccaria en el año 1764. Este libro se ha convertido en un llamado a la racionalidad frente a la tentación del uso del derecho penal como herramienta para el abuso, la venganza y las ambiciones políticas. Una frase deja claro que el monto de la pena no es útil para prevenir el delito: “La certeza de un castigo, aunque moderado, hará siempre una mayor impresión que el temor de otro más terrible unido a la esperanza de la impunidad”. Esa sentencia se ha mantenido luego de siglos de experimentos en juzgados y cadalsos. Lo que de verdad puede persuadir a un delincuente es la certeza de una pena y no la severidad de la misma.
En Colombia, según las cifras entregadas por la directora del ICBF, el 90 % de las denuncias de abusos contra menores quedan en la impunidad. Es seguro que miles más quedan en el silencio si pensamos que la mayoría de esos abusos (72 %) suceden en el ámbito familiar. Siempre será más fácil un acuerdo parlamentario y una firma presidencial para causar un efecto político, que crear una política eficaz de alertas tempranas e investigación judicial para prevenir el abuso. Se firma una ley para una inútil tranquilidad de conciencia colectiva.
