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Tierra y humo

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Pascual Gaviria
04 de marzo de 2015 - 03:41 a. m.
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Los gases lacrimógenos y las bombas de aturdimiento son casi siempre la utilería final de una gresca larga y compleja. El chisporroteo que registran los medios para que se saquen dos o tres conclusiones opuestas y equivocadas.

Las recientes trifulcas en el norte del Cauca son el ejemplo perfecto de una maraña social, racial y política que buscamos comprender con el saldo de heridos entre indígenas y policías con escudo. Para el televidente o el lector de prensa, la sangre también tiene la última palabra. Pero cada gresca en Caloto, Inzá, Caldono o Santander de Quilichao tiene derechos y tragedias que se superponen, límites ancestrales que chocan con las oficinas de registro y recelos tan viejos como el maíz.

El Cauca es sobre todo un caldo donde se mezclan organizaciones indígenas, negras y campesinas con reivindicaciones justas, y algunos apetitos desbordados, con las haciendas de los empresarios cañeros y los grandes cultivos de pino y eucalipto. Todo en medio de linderos endebles y títulos de propiedad por definirse. Hasta ahí el caldo es tan caliente que es imposible meter la cucharada. Pero faltan los ingredientes venenosos: cultivos de coca, marihuana y amapola, todos los grupos armados ilegales, rutas de narcos hacia el Pacífico, reacomodos de población por tragedias ambientales y desplazamiento. A todo eso se le suma una nerviosa expectativa frente a lo que pueda pasar luego de un acuerdo con las Farc. Entonces lo que algunos quieren cantar como un estribillo de un pueblo ancestral y desterrado por latifundistas, es en realidad un mapa de danzas y bochinches de todos contra todos.

Los indígenas constituyen el 20% de la población del departamento y se agrupan en 100 resguardos. Según las cifras tienen entre títulos “sellados y por sellar” cerca de 612.000 hectáreas, un poco más de una tercera parte del departamento. Aquí aparece la primera superposición de linderos entre quienes buscan hacer valer sus actas coloniales y quienes tienen resoluciones recientes del Incoder. Pero eso no los convierte en terratenientes. Buena parte de sus tierras son zonas de conservación o parques naturales y en muchas comunidades la joven familia que tiene su primer hijo no encuentra dónde sembrar el café, el fique, la yuca, el maíz o la papa. Cuando el Estado adjudica a los campesinos desplazados vienen nuevos líos y cuando entrega las propiedades colectivas a los negros también ha habido zafarrancho. Un estudio de la Universidad Javeriana publicado en diciembre de 2013 reseña 15 conflictos, entre urgentes y potenciales, que involucran a comunidades indígenas, colectivos negros y organizaciones campesinas. En los últimos dos años el Gobierno compró más de 5.000 hectáreas por un valor cercano a los $32.000 millones para entregarles a comunidades en el Cauca. Muchas veces la ansiada solución terminó en nuevos conflictos con muertos y parcelas quemadas. Nos tenemos que olvidar de los propietarios sonrientes que exhiben la escritura y el registro de instrumentos públicos.

Es cierto que la agroindustria acapara las tierras más fértiles y suma más de 80.000 hectáreas en sus campos; es cierto que la pobreza rural supera el 80% y que los cultivos ilegales son el alivio y la condena para muchas familias campesinas. Pero no vale la pena convertir el complejo juego de estrategias sociales, armadas y clientelares en un simple despojo de los poderosos. La tierra en el Cauca no es plana, es sinuosa como la realidad.

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