La protesta la iniciaron los más jóvenes. No tenían mucho que perder. La rabia contenida, la necesidad de gritar, el sentimiento de exclusión y un aplazado espíritu común lograron una rápida cohesión entre los manifestantes. Las autoridades, en la paranoia inicial y la necesidad de descalificar la totalidad de la movilización, hablaron de delincuentes concertados. Entonces llegó la policía y empezó el tropel. En solo 40 días los hospitales habían atendido a más de 11.000 personas heridas durante las protestas y se denunciaron más de 15.000 detenciones con su largo inventario de abusos. En la lista de víctimas mortales había 26 personas y las investigaciones iniciales señalaban a policías y militares como responsables de al menos ocho asesinatos por culpa o dolo. Ahora la consigna principal era: “Basta de abuso”. Vinieron los saqueos, los enfrentamientos entre civiles y la destrucción de bienes públicos y comercios. El origen de las protestas casi se había olvidado, ahora se marchaba y se peleaba por las condiciones de pobreza, los bajos salarios, el creciente desempleo, la corrupción y, por supuesto, la brutalidad de las Fuerzas Militares y de Policía. Entonces, el presidente ordenó a los militares salir a las calles y decretó el toque de queda. Pero las marchas siguieron sin tomar en cuenta camuflados ni decretos y la medida que causó la indignación inicial fue archivada con algo de vergüenza.
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Esa pequeña cronología no abarca cuatro días de paros en Colombia durante la semana pasada sino 40 días de agitación y abuso en Chile entre octubre y noviembre de 2019. Los recursos de respuesta a los reclamos ciudadanos son muy similares en nuestras democracias, limitados, acostumbrados a la violencia, seguros de la impunidad, arrogantes desde las oficinas y criminales en las calles.
En nuestro país muchos descalificaron la inconformidad general frente a la reforma tributaria por ser demasiado primaria. No entendía los mínimos conceptos de la hacienda pública ni su carácter técnico y hasta redistributivo. Pero los motivos se han ido acumulando lejos de los proyectos de ley. La desproporción de las restricciones por la pandemia, esa tiranía cotidiana que se ha hecho viral, la ceguera que solo ve los riesgos del COVID-19 mientras desconoce los estragos de ese “estamos salvando vidas” que ya no solo suena vacío sino ofensivo. El resentimiento y la desconfianza que dejó la actuación asesina de la policía durante septiembre pasado en Bogotá. Chile llegó a una reforma constitucional impulsada en parte por el abuso de los uniformados que dejó cuatro muertos por disparos oficiales en los primeros 40 días de protestas. Colombia ha sumado cerca de 20 muertos a plomo por parte de la policía en dos jornadas de protesta.
“Marchar es la única salida”. Esa parece ser la consigna de miles de jóvenes en el país. La única salida a la calle, el desfogue a la mano, la posibilidad de sentir que hay comunidad, que se puede exigir con una cuchara y un perol, que no se necesita wifi para conectarse. No se trata de impuestos sino de imposiciones, de una violencia repetida, del cansancio del destierro en su propio suelo, del desasosiego en las esquinas donde se vende algo o se sufre de hambre y atropellos.
El paro recoge muchas historias, entre ellas el desprecio que muchas veces han sentido los jóvenes por su manera de vestir, de andar, de fumar, de hablar… Una necesidad de hacerse a un lado y “vivir a la enemiga”. Lo peor es que la política, sea de gobierno o de oposición, está cada vez menos preparada para gestionar la desilusión y las expectativas de cacerolas, piedras y consignas.