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HACE APENAS DOS MESES LARGOS LA Corte Constitucional enterró la posibilidad de que el presidente Uribe presentara su nombre como candidato presidencial por tercera vez consecutiva.
Al otro día su consejo comunal en Cali tuvo un ambiente entre lloroso y abúlico. La mitad de las Rimax se quedaron vacías, el filtro de ingreso que ayer era imposible se limitó a pedir la cédula y muchos concejales se quedaron viendo el show en la casa. Un ojo en la televisión y otro en la siesta. Era apenas natural. Seis meses de gobierno no garantizan ni el techo de un coliseo de escuela ni las cunetas para una vía terciaria. Los políticos en las regiones reaccionan rápido a la falta de estímulos.
Pero se suponía que con los ciudadanos que esperan ejecutorias de más largo plazo, con "el pueblo uribista" que hablaba de reelección o catástrofe, el duelo sería más largo y más apasionado. Y la gente agradecida con su líder escucharía con atención sus últimas lecciones, sus juicios de despedida. Sin embargo, el país ha resultado tan desprendido de su antigua obsesión como el más interesado concejal de Dagua o Roldanillo.
Qué lejanos parecen ahora los tiempos en los que Uribe era un titán. Cuando sus simples declaraciones a una emisora comunitaria en Usiacurí entraban a formar parte de lo que sus consejeros llamaron un "cuerpo de doctrina", una especie de fondo filosófico del ejercicio burocrático. El Presidente era el rey sol de la política nacional: eclipsaba candidatos, chamuscaba opositores y hacía girar todas las discusiones públicas alrededor de sus caprichos, sus osadías o sus sigilos.
Han pasado algo más de 60 días y ahora el Presidente parece tan pequeño, tan relegado, tan deprimido que ni siquiera las emisoras en Usiacurí se preocupan por sus declaraciones. Las escaleras de Palacio, que se habían convertido en el púlpito nacional, son ya un rincón cualquiera. Uribe clama contra Chávez y la respuesta ni siquiera alcanza a llegar hasta Caracas. El sátrapa venezolano ahora grita contra Santos. El Gobierno radica un proyecto de ley para someter a los consumidores de estupefacientes a una especie de tribunal psiquiátrico y hasta los congresistas parecen desconfiados. El Gobierno, preso de hiperactividad, grita y manotea, pero ya su figura principal es un muñeco de cine mudo. Ni siquiera en Montería le caminan a Uribe. Hace un mes estuvo firmando un convenio para una carretera justo debajo de un puente que inauguró en 2005. La gente de protocolo debió arrumar buena parte de las sillas sobrantes para que el acto no dejara un gusto amargo en la Semana Santa del Presidente. Ahora se entiende por qué el funcionario más importante del momento es el director del Sena.
Nadie podrá negar a estas alturas que la alternancia en el poder, la simple posibilidad de un cambio de gobierno, es una garantía necesaria para que la democracia no se convierta en un embrujo, para que la inercia no degenere las discusiones y la ambición personal no parezca por siempre el sacrificio de un hombre virtuoso. Es cierto que se sobreestimó a Uribe, pero al mismo tiempo se minimizó la virtud ciudadana del desapego, la feliz inestabilidad que traen las elecciones. Peligrosas ligerezas de la democracia para quienes intuyen la derrota, indispensables giros de la sociedad para quienes presienten el triunfo. Es normal que Uribe esté triste viéndose del tamaño de Uribito.
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