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Una pequeña historia local

Pascual Gaviria

05 de enero de 2010 - 09:29 p. m.

CUANDO UNA CIUDAD DESCUBRE UN espacio inadvertido debajo de la capa de tejas grises de una galería de galpones industriales, cuando aparece lo que los urbanistas llaman un “nuevo desarrollo” y los urbanizadores “una nueva oportunidad”, es inevitable la llegada de una cuadrilla de presuntos dueños. Sus ínfulas y sus abusos son variados.

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Están los que disfrazados de administradores pretenden imponer las reglas que les gustan y les convienen, los que quieren un pequeño rincón para sus chazas o uno más grande para parquear el carro, los que buscan poner un cedazo para elegir a los visitantes, los que fungen de anfitriones siendo también invitados. Hasta el celador que estrena uniforme y butaco quiere que todo marche bajo su instinto y su celo.

De la ventaja que se les permita tomar a los presuntos dueños dependerá el ambiente del lugar que apenas se define. En Medellín, cerca del Barrio Colombia, alrededor de un viejo galpón industrial con aire de capilla, se está formando uno de esos nuevos espacios. Lo que primero fueron las playas del río y luego la sede de un horno de fundición hoy se llama con algo de pompa “Ciudad del río”. El Museo de Arte Moderno hace de centro de peregrinaje. A sus espaldas hay un parque para el alarde de los patinadores o la simple parsimonia del caminante. Como en muy pocos parques en la ciudad se puede ejercer le déjeuner sur l’herbe. Además está cerca de unas cantinas inmejorables con cerveza tan fría como la exigen los mecánicos. Las cantinas del Barrio Colombia son un buen refugio para quien no aguante la cortesía demasiado respingada y demasiado costosa del piqueteadero creole que sazona al pie del Museo. Y para tomarse un tinto sin mesero.

La zona tiene suspicaces y detractores por sus cercanías con el barco del mal que para muchos significa el edificio de Bancolombia custodiado por un Superman en la postura del pensador; y por el proyecto de vivienda que tiene vallas que dicen ciudad abierta y encierran las mismas torres de siempre custodiadas por la garita del portero. También el manejo del museo tiene para muchos un odioso sesgo elitista. No comparto del todo esa crítica. A un Museo de Arte Moderno lo ronda más una secta que una élite. Eso sí: aburre que la secta sea demasiado privada y quisquillosa, demasiado oficial y demasiado pulcra. Tal vez sean sólo los gajes de la inauguración.

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Pero voy a la anécdota que inspira esta columna y que puede servir para justificar unos prejuicios contra el entorno del nuevo MAMM:

Sábado 4:00 p.m. Un rondero de civil, con sus tenis nuevos, su chaqueta con capucha brillante y su loción pasa mirando más de la cuenta a dos parejas que se comen un sánduche detrás de la piscina de los patinadores. Uno de los comensales saluda por instinto esa mirada insistente debajo de la gorra. El hombre pasa, mira, sigue y vuelve. Comienza su interrogatorio contra el que osó levantar la cabeza:

— Vos estás metiendo vicio.

— ¿Cómo así, qué pasa? Me estoy comiendo un sánduche.

— No me contestés así que te meto un pepazo en la cabeza —dice el amigable interlocutor mientras muestra el respaldo en la pretina, o sea un popo, un mazo, un fierro, un niño, un tote, un tales. Y remata su frase:

— Vos estás armao o qué… Levántate la camisa.

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Se despide con firmeza y buenos modales.

— Es que me dijeron que había alguien por aquí metiendo vicio.

El reto es que estos presuntos dueños, los más cruentos que se pueda imaginar, no se apoderen de un nuevo parque en Medellín. Una tarea para administradores, curadores, chef, visitantes, artistas, patinadores y administración municipal. Ciudad alerta.

wwwrabodeajip.blogspot.com

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