DURANTE EL 2011 LAS PLAZAS DE MUchas ciudades volvieron a ser un lugar para la agitación, el reclamo de la utopía, la posibilidad de la injuria al dictador, la consigna vieja contra el sistema y el esnobismo encapuchado.
El gesto de indignación colectiva se convirtió en una especie de termómetro de la vitalidad social. Los ojos fijos y fieros del personaje del año de la revista Time, que asoman en medio de un gorro y una pañoleta, recibieron la bendición histórica y los aletargados fueron condenados a la condición de zombis.
La muerte de Christopher Hitchens a mediados de diciembre puede servir como un signo de interrogación sobre los movimientos que desbordaron El Cairo, Atenas, Santiago, Madrid, Nueva York y muchas otras ciudades. La vida y la obra de Hitchens son perfectas para despertar la desconfianza que merece todo arrebato colectivo. Para indagar un poco más por la razones de esos levantamientos, sus posibilidades de representar avances libertarios y los peligros potenciales que puede suponer un “rebaño de mentes independientes”.
Es lógico que sea más sencillo ser un revolucionario inspirado por las versiones de Michael Moore y Oliver Stone, que cuestionado por las contradicciones de Hitchens: “Somos mamíferos y el lóbulo prefrontal es demasiado pequeño, mientras la glándula de la adrenalina es demasiado grande”. Tal vez el valor más grande que se puede derivar de las actuaciones de Hitchens como activista y polemista radical sea su facilidad para ser un traidor. Hitchens nunca le tuvo miedo a la desilusión y acató siempre con algo de furia y resignación su propio código de revisionismo personal. Fue capaz de advertir las contradicciones en medio de la euforia.
Una anécdota de sus memorias puede ser útil como ejemplo. A finales de los sesenta viajó a La Habana en busca de un “modelo” alternativo al socialismo de Estado soviético. Hacía parte de un grupúsculo de internacionalistas de Oxford, y Cuba era el menos rancio de las regímenes rojos de la época. Luego de cuatro horas de discurso de Fidel Castro en la Plaza de la Revolución tenía todo claro: “El socialismo cubano se parecía demasiado a un internado en un sentido y demasiado a una iglesia en otro”. El revoloteo de las putas en medio de las oraciones sobre el fin de la prostitución hizo que saliera despavorido en busca de lo único grato de esa tarde: la cerveza gratis.
Hitchens habló siempre de una doble contabilidad en su vida emocional e intelectual. Una contradicción que comenzó determinada por los genes: su padre era un oficial naval conservador y austero por naturaleza, seco, sin dientes para la risa; y su madre una mujer con ganas de escapar siempre, pendiente de las novedades del mundo, frívola si se quiere. Esas contradicciones marcaron sus aventuras políticas e intelectuales. Tenía un ojo brillante para mirar las esperanzas y un ojo negro que escudriñaba por debajo de los ideales. Por eso intentó siempre una revolución al interior de la revolución y por eso le producía una sonrisa satisfactoria ser llamado “perro de presa del capitalismo”, “traidor”, “contrarrevolucionario”.
Sus palabras sobre la utopía y el valor de los sacrificios para alcanzarla sirven para poner a pensar, por igual, a manifestantes radicales y abúlicos convencidos: “Una parte de mí todavía siente, pero ya no piensa, que la humanidad sería menos pobre sin esa ilusión increíblemente poderosa”.