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Hay que reconocerles algo a las Farc: su incursión en el negocio de las drogas hace honor a sus raíces campesinas. Los colonos cocaleros y la estructura guerrillera estaban hechos el uno para el otro.
No se trató de una elección ideológica sino de una imposición del libre mercado: nadie se resiste a manejar semejante monopolio. Mucho menos cuando tiene a mano la logística de intimidación que exige el mercado.
Los embajadores gringos, que mienten hasta cuando callan, dijeron en su momento que desde 1985 tenían información sobre los contactos entre las Farc y los narcos. Tal vez fue el embajador Lewis Tambs el primero en hablar de “narcoguerrilla” en Colombia, cuando todavía las palomas de paz del gobierno Belisario estaban pintadas en las calles de los barrios. Ya en 1990 las noticias hablaban de grandes laboratorios “administrados” por las Farc. Manuel José Bonnet, comandante de la III Brigada en ese tiempo, entregó la reseña de siempre sobre los laboratorios en las selvas: acetona, ácido sulfúrico, 150 literas, 4 secadores de 120 bombillos cada uno... La guerrilla había ganado el pulso a los herederos de Rodríguez Gacha en la vereda El Afilador, en el municipio de La Hormiga, Putumayo. Los periódicos comenzaban a interiorizar eso de narcoguerrilla en sus titulares.
A Raúl Reyes, gustándole el nuevo balance en las finanzas farianas, no le hacía gracia el calificativo, y cada que podía salía a desmentir la participación guerrillera en la revolución del narcotráfico: la única verdadera que ha tenido el país. En 1996, un 23 de noviembre para más señas, dijo en una entrevista concedida al diario Clarín de Argentina: “Las Farc no trafican droga y nos oponemos abiertamente al narcotráfico. Lo que hacemos es cobrar un impuesto a quienes van a comprar la hoja de coca a los campesinos. Eso es lo que nosotros llamamos impuesto por la paz. Asesoramos a los campesinos para que les paguen el precio correcto”.
Era el momento de las grandes marchas cocaleras en el sur del país. Hasta 8.000 campesinos marchando, bajo la batuta de las Farc, contra las zonas de orden público decretadas por el Gobierno. Era tal el poder de la guerrilla en su zona de negocios que el ejército dinamitaba las carreteras para ahogar las concentraciones campesinas. Muchas de las vías habían sido trazadas por la misma guerrilla. Ya los militares hablaban del principal cartel de la droga en Colombia y cada noticia sobre pistas clandestinas y secaderos traía un cálculo en millones de moneda fuerte: impuestos sobre el gramaje, administración de pistas, cocinas propias en Caquetá, Vichada, Putumayo y Guaviare. Los más cautos hablaban de US$150 millones cada año en ganancias para las Farc.
Es posible que el auge narco de la guerrilla haya disminuido uno de los grandes problemas que enfrenta un país lleno de mafias: la corrupción generalizada de sus Fuerzas Militares. La posición de poder de la guerrilla en el negocio levantó una especie de barrera que impidió la contaminación de sus enemigos. En otras partes del país, el ejército y los paras traficaron en conjunto, pero en el gran negocio del Sur los militares se dedicaron a la pelea sin tentaciones posibles. Tal vez esa condición, con ayuda de otras, sea lo que hizo posible la disminución de hectáreas de coca . Ventajas militares que dejan los triunfos comerciales del enemigo.
