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Víctima de un invento propio

Pascual Gaviria

14 de junio de 2011 - 06:00 p. m.

EN PRINCIPIO LA ESCENA TIENE SU encanto. Los políticos se abrazan sonrientes, por encima de sus curules, luego de la aprobación de una ley altruista.

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Nadie podrá señalar la sonrisa escondida, venenosa, de quien redacta una norma pensando en sus amigos o en los bolsillos de sus amigos. Ahora pueden celebrar con el gesto alegre del benefactor: una ley que arrodillará al Estado sobre las víctimas, para escucharlas y atenderlas. “Se trata de hacer historia, de remediar el horror, de curar las heridas de la sociedad”. Esas y otras expresiones declamatorias se han usado luego de la firma de la Ley de Víctimas en presencia de Ban Ki-moon, el representante mundial de las buenas intenciones.

Pero una ley con promesas desmesuradas es sobre todo un gesto político. De modo que es bueno entender las celebraciones de quienes la aprobaron como una manera de saludar nuevas influencias y dominios. La emoción nacional que han producido los 208 artículos enmarañados entre comisiones por venir, tablas por definir y plata por conseguir, está ligada en alguna medida a un triunfo político: la huida del presidente Santos de la órbita asfixiante del expresidente Uribe. Luego de esa noticia tranquilizadora es necesario darle una leída completa a la celebrada ley.

Debo reconocer que no fue fácil llegar hasta el final. Fui víctima de sus parágrafos que se muerden la cola, de la reiteración de quien desconfía de las posibilidades de sus propósitos, de los delirios terapéuticos del Estado que cree en la imposición de sus manos, del paternalismo pastoral que llevará a los hombres a invertir en lo que más les conviene. Si los políticos pensaran menos en el estribillo que obliga a mencionar el futuro y más en las realidades del pasado, la Ley de Víctimas no les podría inspirar más que un terrible desasosiego: nuestro Estado, que no puede vigilar las minas, ni cuidar las fincas de los narcos, ahora está conminado a entregar a las víctimas —que no son la excepción sino la regla— ayudas psicológicas, formación académica, tierra, casa, sistemas de riego, créditos y, además, un trato de “respeto mutuo y cordialidad”.

Se habla de entregar 60 billones de pesos durante los próximos 10 años. La cifra es en realidad un enigma. Las reparaciones individuales serán definidas en los próximos seis meses y luego vendrán las instancias administrativas, los juicios y la bandada de abogados a revolotear sobre el botín. La ley es tan generosa que con la lectura de un solo artículo es posible hacerse una idea de las obligaciones del Gobierno: “… Deberá implementar un programa de rehabilitación que deberá incluir tanto las medidas individuales y colectivas que permitan a las víctimas desempeñarse en su entorno familiar, cultural, laboral y social y ejercer sus derechos y libertades básicas de manera individual y colectiva”.

Pero eso no es todo. El Estado deberá obligar a los verdugos a enaltecer a las víctimas y se compromete a que los horrores no se repetirán. La ley estipula la existencia del conflicto interno y al mismo tiempo decreta su fin. Se compromete a “desmantelar las estructuras económicas y políticas que se han beneficiado y que han dado sustento a los grupos armados”. Luego de tres horas de lectura me quedó la idea de que la ley no es más que un espaldarazo a la Constitución del 91, para que todos los derechos allí escritos se cumplan al menos en cabeza de quienes tienen el dolor de un muerto propio sobre la espalda. Eso sí, debió morir a manos de un ejército con camuflado.

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