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NO DIGAMOS QUE ES OBLIGATORIO leer a los clásicos rusos. Es sólo una buena opción.
Lo que sí es obligatorio es tener un buen vaso de vodka a la mano si uno se anima a leerlos. Para aceptar la sencilla pregunta rusa que sólo tiene una respuesta posible: “¿Y si bebiéramos un vodka?”. Por que en cada página de los cuentos de Pushkin, de Tolstoi, de Chéjov, de Gogol aparecen los vasos tintineantes, las tentaciones, los hombres que “tienen una borrachera como un castillo”.
Para escribir esta página me di a la tarea de esculcar algunos libros rusos, dejar correr sus páginas entre los dedos y parar de improviso. Ese método me entregó sin dificultad una buena colección de hombres convertidos en odres. Se puede empezar por un sepulturero hijo de Pushkin a quienes sus compañeros de fiesta, panaderos, sastres, encuadernadores, miran con cierta sorna macabra: “¿Qué te pasa amigo? Bebe a la salud de tus muertos”. El enterrador termina borracho como todos, pero sus sueños son diferentes, podrían llamarse “memorias del subsuelo”. Sus últimos clientes lo visitan y reclaman por el ataúd de pino que hizo pasar por roble.
Luego está un maestro de postas, al mismo tiempo jefe de establo y de posada, que termina su vida en una taberna luego de que su hija escapara con un húsar pederasta. Todos los días termina tambaleante y perseguido por el mismo coro infantil: “Abuelo, abuelo, ¿tienes nueces?”. Un libro más tarde Chéjov entrega un cochero abatido por la nieve y la tristeza, blanco como un fantasma. Sólo quiere contarles a sus dos pasajeros, borrachos cómo no, que su hijo murió en la mañana. Los gritos y los chistes flojos le impiden el desahogo.
Para ayudar a la comedia el mismo Chéjov tiene un actor de teatro que emprende una borrachera a cuatro actos antes de subir a escena, y obliga a su empresario a emplear un método de desintoxicación que incluye golpes y vodkas de más. Tolstoi prefiere borrachos de uniforme. En Los dos húsares un comisario de policía recién reelegido grita a sus compañeros de borrachera: “¡Champaña, champaña! Preparé el baño de champaña para bañarme… Me gusta la distinguida sociedad de la nobleza”. Por su parte, el oficial de caballería, ya bizco de vodka, intenta convencer a una gitana de escapar en su compañía.
Ahora puedo leer con más certeza la noticia que apareció hace días en los despachos internacionales: 1.200 rusos se han ahogado en los últimos dos meses a causa del calor y el alcohol. En un solo día se ahogaron 49 en lagos, ríos y mares. El calor de 37 grados los empuja a las orillas y el placer de una tarde soleada los empuja al vodka. Tambaleantes, sin que nadie los empuje, van a dar al fondo de los lagos o los ríos o los mares. Con la piedra de una buena rasca amarrada al cuello. Como médico del pueblo en general escribía Chéjov: “En los pequeños pueblos del Norte, donde la vida es más que en ningún otro sitio la antesala de la muerte, el vodka es el compañero imprescindible que te quita el frío, te ayuda a sobrellevar las muchas penas... Beben porque están cansados de la rutina, porque la vida que llevan no es vida; porque no tienen dónde ir, nada que hacer; beben porque querrían salir y empezar de nuevo”.
Se alejan de la realidad los grandes literatos rusos. Nos ponen siempre a sus borrachos en medio de nevadas y ventiscas, de pueblos pantanosos y tristes. Saber que los bebedores rusos pueden estar a las orillas de un lago azul y luminoso, como si vivieran en una novela francesa.
