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DEI: ¿por qué llegamos aquí?

Paula Samper Salazar

07 de julio de 2025 - 12:05 a. m.

Las siglas “DEI”, que se utilizaron para referirse a los programas de diversidad, equidad e inclusión en las empresas y organizaciones, han pasado a ser en este 2025 –que no deja de sorprendernos– como una especie de “fucú” del que no se puede hablar. Y es que pareciera que la consigna de los nuevos gobiernos (empezando por el norteamericano) es enfilar todas las baterías en contra de estos programas.

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En la nuez del problema se encuentra la discusión de si una persona –ya sea hombre, mujer, negro, blanco, heterosexual u homosexual– debe ser considerado como una persona totalmente individual o como un miembro de una comunidad, grupo o minoría. En las últimas décadas se quiso dar tratamiento comunitario, pensar en las personas como miembros de una minoría, para otorgarles algunas ventajas que les permitieran tener un mayor acceso a servicios, empleos, o educación que de otra manera no tendrían. Y crecieron las cifras de afroamericanos en las universidades de Estados Unidos, crecieron las cifras de mujeres en órganos de representación política, en cargos directivos de empresas, crecieron los porcentajes de personas con diferentes orientaciones de género en los entornos laborales.

Entonces, ¿por qué llegamos aquí?

Lo mismo de siempre. Un movimiento que pensaba ser incluyente se tornó en ocasiones en algo excluyente. No podemos desconocer que en algunos casos se llegó a extremismos y se dio paso –en las siempre problemáticas redes sociales– a una cultura de la cancelación, y a una intolerancia generalizada. Es cierto que algunas políticas de cuotas llegaron a extremos de excluir a hombres blancos y heterosexuales, y estos no tardaron en expresar su inconformismo. Muchos sintieron que ser hombre, heterosexual y blanco era un defecto, un pecado sin igual. Ya ni en los procesos de selección eran considerados.

Por supuesto, esta no era la idea. A eso se sumaron tensiones absurdas como los pronombres gringos, puesto que para saludar a una mujer ya había que pensar si decir “she, her, they, them”, llegando a utilizar pronombres plurales para un solo ser humano que “no se identificaba con nada”. Pronto presenciamos el enfrentamiento entre los sexos, el exigir que se corrigieran obras de la literatura universal por no ser “políticamente correctas” (nada más absurdo) el uso de un lenguaje inclusivo que hacía imposible entender los textos, las reglas en las competencias deportivas, los baños sin género, los cambios de sexo en menores de edad en los colegios, y en fin, ahí fue Troya.

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Nos agotamos, incluso las feministas que, como yo, habíamos defendido las políticas DEI por muchos años.

Pero no todo está perdido para estos movimientos. No existe todavía equidad en los espacios laborales, o políticos, o muchos otros. Y por más méritos propios que tengan ciertos miembros de esas minorías, todavía no van a estar en el mismo escalón. Cuando las universidades, empresas, instituciones y gobiernos vuelvan a ser todos de un solo color, de un solo sexo, de un solo origen social o racial, nos daremos cuenta de lo que hemos perdido en estos meses. Yo pienso seguir impulsando acciones que abran las puertas a personas diversas, sin extremismos que terminen afectando los resultados positivos logrados por estos movimientos.

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Por Paula Samper Salazar

Abogada bogotana. Esta columna es una opinión personal que no representa a las organizaciones a las que pertenezco o asesoro.
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