La democracia nació de la necesidad de los ciudadanos por debatir y controvertir, por medio de la palabra, las necesidades de la polis y unas democracias sin Congresos serían inviables. El instrumento vital de la civilización occidental es el Congreso. En Colombia, por nuestros valores más verticalizados que en otras naciones, siempre ponemos la lupa en quién será el próximo presidente y menos en quiénes puedan ocupar el legislativo. Hoy, por estar mirando el capote que el actual presidente expone diariamente con gran cantidad de temas inconclusos, no estamos mirando la otra elección realmente importante: quiénes pueden llegar al parlamento colombiano en 2026.
En los Estados Unidos de América el poder real descansa en el Congreso Federal. La Casa Blanca, sin importarle el anfitrión de turno y por más poderoso que sea el fulano, no tienen mayor poder que el cenáculo congresional. Las negociaciones de ese poder norteamericano van desde aprobar el presupuesto anual, ayudas de cooperación internacional, los tratados de comercio, una guerra militar, o la aprobación de un embajador en misión diplomática. Por esa razón la frase trillada de que Colombia en los doscientos años de relaciones con ese país siempre ha tenido una buena relación bipartidista con los demócratas y republicanos que les permitió superar crisis como la del Canal de Panamá o la del proceso 8.000. Volviendo al país, el legislativo colombiano no gana, sino que pierde espacio de poder en el Estado cada cuatro años. Su trascendencia es menguada gracias a la chequera abierta de una Casa de Nariño cada vez más hambrienta de poder y la insuficiencia de un parlamento que sirva de equilibrio democrático. A veces, en algunas crisis políticas tienen más poder los expresidentes que esta rama del poder público.
Antes de la Constitución de 1991 los congresistas, sin importar a cuál de las dos cámaras perteneciera, podían asumir ministerios o estar a la cabeza de cualquier entidad estatal o ser embajadores; como bien ocurre en la actualidad en el poderoso Congreso de los Estados Unidos. Por el contrario, por estas latitudes preferimos obviar las responsabilidades políticas que deben recaer sobre un partido por tener un miembro de una colectividad política y se recurre a ejecutivos de la empresa privada, gremios o académicos estratosféricos en materia política, pero que bajo el prurito de no ser “políticos” (como si nadie lo fuera) llegan a los despachos con virtudes técnicas, pero con nada de sentido y olfato de lo público. A tal punto que cuando los despiden de sus funciones estatales, nadie es responsable político por los fracasos en la gestión de Gobierno.
El Congreso modelo 2026 va a tener en sus manos la reconducción de un Estado muy lesionado por las “ventoleras” políticas del actual gobierno. El temario legislativo partirá desde la profunda crisis fiscal que encontrara el próximo mandatario, pasando por las reformas en materia social como la salud, pensiones, laboral, transición energética, educación, política y de lucha contra la inseguridad y el multicrimen que este gobierno enunció, pero por su incompetencia no supo encontrar concesos realistas para convertir su discurso en leyes.
A diez meses de las elecciones de Senado y Cámara, y por la elevada importancia que en el siguiente periodo tendrá esta corporación, ojalá los partidos profundicen una discusión interna para recuperar su poder esencial, teniendo en cuenta nombres de importancia para las listas que comienzan a evaluar. Mauricio Cárdenas, José Manuel Restrepo, Juan Carlos Pinzón, Luis Gilberto Murillo, Juan Daniel Oviedo, Alejandro Gaviria, Aurelio Iragorri y muchos puedan recoger la experiencia de los expresidentes que desde Misael Pastrana hasta Gustavo Petro (con la excepción de Juan Manuel Santos) antes de ganar la silla de Simón Bolívar, ocuparon una curul en el Congreso Nacional.