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En la fría mañana del pasado 20 de enero unos líderes demócratas observaron inmutables, eso sí con mucha dignidad, cómo las palabras del nuevo inquilino de la Casa Blanca los dejaba atrás en la historia política los Estados Unidos. La posesión de Donald Trump no fue la carpa de un circo donde un payaso lanzó frases atronadoras y sin fondo; todo lo contrario, pareciera haber sido la notificación de que una era liberal demócrata entraba, como mínimo, al congelador de la política norteamericana y del mundo. Veamos:
Un empresario-político como Trump, quien ganó la primera presidencia contra todo pronóstico. En esa oportunidad su campaña tuvo como estrategia ir en contra de las castas del partido demócrata y republicano, los medios masivos para recoger el descontento de los gringos marginados que no tenían méritos universitarios y eran considerados los losers del american way of life. Esos cuatro años fueron una especie de laboratorio del trumpismo. Ni ellos esperaban ganar el poder. Los desatinos fueron inconmensurables y de todo tipo. Desde la inclusión de su familia en la toma de decisiones, el involucramiento poco efectivo con dictadores como el norcoreano, hasta la pésima gestión hecha en la pandemia del COVID-19. Todas esas “pruebas-errores” llevaron a la mayoría de la población a darle el respaldo a alguien que tuviera experiencia para cambiar de conductor cuando intentó la reelección. Con esa lección aprendida, prendió motores de lo que mejor sabe hacer el trumpismo: campaña electoral. No aceptó el triunfo del demócrata Joe Biden. Entorpeció la ratificación del Congreso y no asistió a la posesión de su rival. Ese mismo 6 de enero de 2021, el presidente número cuarenta y cinco de la unión americana dio la largada para recuperar el poder.
Volvamos al tercer lunes de enero de este año en el recinto de ese mismo Congreso, que fuera asediado por el trumpismo, donde tomó juramento su líder cuatro años después. ¿Casualidad? Las caras de Bill Clinton, Hillary Clinton, Barack Obama (Michelle hizo notoria su usencia), Joe Biden, Jill Biden, George Bush y Laura Bush fueron testigos de una nueva ola política en el país que ellos gobernaron durante cerca de treinta años. El discurso de Donald Trump, presidente cuarenta y siete, en ese recinto notificó que esta vez ya venía ensayado. No iba a esperar otros cuatro años para poner en práctica su idea de “primero los Estados Unidos”. Como un huracán en un discurso, nada diferente a los de su campaña, cuya duración fue de 30 minutos, echó por tierra todos los postulados que por más de un cuarto de siglo trabajaron los atónitos “exgarantes” de la democracia del país del norte.
Con el voto popular de su lado; con el voto de los colegios electorales de todos los estados a su favor; con el partido republicano arrodillado a sus pies; con las cortes de su lado; con los hombres más ricos del mundo como sus testigos y apoyos, y con la popularidad mayoritaria expectante de su orilla, lo único que les quedaba a los anteriores mandamases de Washington fue el gesto de la dos veces candidata demócrata y secretaria de estado, Hillary Clinton, sonreír impulsivamente ante una idea, para ella alocada, de cambiar el nombre del Golfo de México por el de América. A Donald Trump 2.0 hay que tomarlo en serio. Sobre todo, por parte de quienes nos autocalificamos como liberales y demócratas a la colombiana porque, como decía el dramaturgo alemán, Bertolt Brecht: “El pueblo perdió la confianza del Gobierno/ Y sólo a costa de esfuerzos redoblados/ podrá recuperarla. Pero ¿no sería/ Más simple para el Gobierno/ Disolver al pueblo/ Y elegir a otro?”.
El mensaje central de ese acto pareciera ser el empalme con unas corrientes políticas que los anteriores mandatarios no vieron venir. Pero, además, el nuevo presidente al salir de su envestidura no perdió el tiempo y mientras firmaba cien ordenes ejecutivas radicales, con paso lento, cansado y desmemoriado abordaba un helicóptero el saliente presidente demócrata Joe Biden.
