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Para los expertos, la evolución del concepto sistémico de democracia es mucho más que la recolección de voluntades. Es la defensa de la soberanía, del derecho a elegir y a ser elegido, así como respetar la función de controlar y vigilar el poder. Hay democracia directa o representativa, siempre cuidando que la expresión popular sea expuesta y respetada libremente. Pues bien, este valor esencial está en riesgo si los participantes en la próxima contienda, como parece ser, no respetan los resultados.
Es cotidiano escuchar que lo más débil de países como Colombia es su sistema de refrendación electoral. Esta debilidad, en nuestra época reciente, para no retrotraer las violencias partidistas de comienzos del siglo pasado, nos traslada a recuerdos como el 19 de abril de 1970, cuando los episodios que antecedieron esa jornada política dejaron dudas en el ambiente. Siempre se especuló que el ganador había sido el general Gustavo Rojas Pinilla y no Misael Pastrana Borrero. Tal fue el desbarajuste del descreído manejo, que ese mismo día se fijó como el nacimiento de una de las guerrillas de nuestra historia: el M-19. Es cierto que años después esta agrupación subversiva se reinsertó y convirtió en partido político. Es también sensato decir que a Rojas Pinilla, por su actuación en el golpe de Estado de 1953, tampoco se le llevó a juicio ante la Corte Suprema de Justicia. En otras palabras, al exdictador no le quitaron sus derechos para participar en la vida política nacional como candidato de la Anapo en las elecciones para el periodo 1970-1974, en los estertores del Frente Nacional.
Años después apareció la ignominia del vínculo perverso entre narcotráfico y política. Los asesinatos de Rodrigo Lara Bonilla y de Luis Carlos Galán por sus denuncias sobre la aparición de “los dineros calientes” enviaron un potente mensaje sobre la transparencia que debía tener la actividad proselitista, pero con la llegada de Pablo Escobar como suplente al Congreso de la República la frontera entre la buena y la mala política sufrió una ruptura que aún hoy vivimos. Las dudas vinieron ya no por los resultados en sí, sino por el procedimiento leonino que influye en las cifras de los votos finales.
Luego hizo arribo el Proceso 8.000 con sus contradicciones. Explotó ese contubernio. Se volvió pública la forma gris como los aspirantes financiaban sus campañas con dineros de la robusta chequera de narcotraficantes. Siempre quedó la duda en el sentido de saber qué pudo ocurrir si esa plata no hubiera ingresado a las arcas del Partido Liberal: ¿quién habría ganado las elecciones de 1994? ¿Otro Pastrana? Ese manto de ilegitimidad les permitió a los opositores del expresidente Ernesto Samper golpear al otrora glorioso partido rojo, que desde esas elecciones hasta la actualidad disminuyó su influencia, al menos en materia presidencial. El último mohicano fue Horacio Serpa en 1998, derrotado por otro Pastrana.
Con la influencia paramilitar y guerrillera, ayudados por sus adláteres narcos, cada cuatro años surgía un manto de duda previo sobre las consecuencias de las votaciones. Para muchos, todas las candidaturas eran consideradas previamente espurias, sin conocer el desarrollo final en los puestos de votación, y anticipadamente aparecían voces sobre la ilegalidad eleccionaria.
Esta vez no es la excepción. Todos los actores que hacen parte del andamiaje proselitista actual denuncian falta de garantías físicas para las diferentes candidaturas, así como también las sospechas del manejo de la Registraduría Nacional. Es indispensable que, antes del 29 de octubre, los participantes sean lo suficientemente demócratas para decir públicamente que respetarán el escrutinio final de estas votaciones. De lo contrario, asistiremos a una época más de las múltiples violencias que hemos vivido en nuestra párvula nación.
