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Luego de un “encarnizamiento médico” al que Francisco Franco fuera sometido para mantenerlo con vida, su progresivo deterioro de salud se filtró en la hermética España de la era de la dictadura franquista. Su muerte fue el inicio de lo que se conoce como la transición que culminó con las elecciones de 1982 con la victoria de Felipe González, un socialdemócrata exiliado por el régimen de el “generalísimo”, quien después de cuatro décadas sin derecho a participar en unas elecciones llegó a presidir el gobierno. El tibio cuerpo del dictador llenó de dolor a unos y de esperanza a otros. Tal como es la vida y la muerte de un líder totalitario y antidemócrata.
La incertidumbre y el miedo posterior a estos hechos de 1975 ya tenía algo de camino andado. El proceso de traspaso de poder había iniciado algunos años antes, sin que muchas personas supieran a ciencia cierta su objetivo. Había un expectante Rey, Juan Carlos de Borbón, protegido de Franco y unas leyes fundamentales franquistas que, según el jurista Torcuato Fernández-Miranda, tenía entre sus códigos la salida a una nueva era española. Decía Torcuato: “La única vía para alcanzar la democracia es caminar de la ley a la ley pasando por la ley”. Los choques violentos entre izquierdistas y los fieles seguidores de Franco hicieron que la sociedad ibérica amalgamase anhelos postergados y bastante lejanos del pensamiento del difunto dictador.
El Rey quiso gobernar una monarquía parlamentaria. Hicieron un pacto entre comunistas y franquistas para respetar la democracia y unirse a Europa para poder modernizarse, crear un Estado de bienestar y aumentar el ingreso per cápita de sus habitantes. Según Victoria Prego, lograron por consenso delimitar sus contradicciones por medio de tres palabras: negociación, acercamiento y pacto. Después se limitaron a respetar la Constitución y dejaron que la ley estuviera por encima de la democracia; esta última se convirtió en una especie de recurso electoral llamado a ratificar o a sacar del cargo a los gobernantes de turno, pero sin permitir que hubiera una “paz de cementerio” donde tercamente siempre se busca el acuerdo con déficit de una vigorosa contradicción. Eso es lo más valioso de los cuarenta años de la transición de España: evitar los consensos.
El único consenso permitió marcar la “cancha constitucional”, para superar a Franco. Para que las nuevas generaciones tuvieran instrumentos democráticos y pudieran culpar a los malos gobiernos, pero nunca a la democracia con la descabellada creación de divisiones ficcionales de un pasado superado por una generación que se atrevió a prescindir de rencores, odios y muertes con el único propósito de tener como subsistencia política la controversia de intereses, sin tocar nunca más el valor que los había separado como ciudadanos desde 1939: la falta de democracia.
La lucha por alcanzar una mejor nación luego de muchos años de una cruenta guerra civil, de falta de leyes, de desigualdad, de fraccionamiento entre españoles, de carencia de ciudadanía, actualmente los congrega un reto vital: tener índices macroeconómicos sanos, evitar el peor de los males para los más pobres que es la inflación, continuar la lucha por disminuir la desigualdad y mejorar los ingresos de sus ciudadanos. Tal como pasa en España o en Colombia, los problemas también se renuevan, siempre en democracia.
Cómo será la valiosa falta de consensos en la España actual que los temas vigentes en ese país oscilan entre los llamados regeneradores que creen, aún en la actualidad, en el acuerdo negociado hace 40 años y los que quieren la reconstrucción desconociendo la estabilidad que les trajo la transición. En definitiva, es la energía democrática que una generación le entregó a los españoles para que por medio de la confrontación política la revitalicen. Con los resultados observados de España, o en Colombia, es mejor continuar la historia sin la testaruda idea de tantos consensos, pero en democracia.
