Los primeros colonos, o peregrinos, en 1620 (se cumplen 400 años), luego de 66 días de un viaje agotador y peligroso, huyendo de la radicalización religiosa británica, llegaron a Virginia con la ilusión de haber pisado la “tierra prometida”. El comienzo fue muy complejo. Tuvieron que constituir un orden legal que denominaron el “pacto de Mayflower” donde plasmaron su regulación sobre la tierra. Ese “nuevo orden”, paso fundacional de la futura Constitución de los Estados Unidos, tenía como centro esencial “leyes y obligaciones justas y equitativas tales como se considere más apropiado y conveniente para el bien general de la colonia”. Llegaron tan abiertos y con ganas de establecer una sociedad diferente a la que reinaba en Inglaterra que al reencontrase con habitantes originarios de esa América no tuvieron empacho en sacar ventaja de los “dueños de la tierra” para recibir información sobre los cultivos, caza, ríos y el clima. De ese encuentro nació lo que hoy se conoce como el Día de Acción de Gracias. Fueron “los diferentes” (¿o los originales?) con su conocimiento y experiencia quienes al final les salvaron la vida y permitieron que ese cruce de civilizaciones produjera, para bien o para mal, una de las naciones más poderosas del mundo.
En 1776 una de las condiciones principales para la consolidación de la unión de los Estados Unidos fue luchar para que los impuestos no se desviaran por falta de representación de las colonias. Esa primera carta magna escrita fue uno de los ladrillos iniciales de un experimento que lograba eliminar una monarquía y les daba la voluntad a los ciudadanos de ser libres e iguales para buscar la felicidad, al decir de Thomas Jefferson.
En 1831 dos jueces franceses, Alexis de Tocqueville y Gustave Beaumont fueron encomendados por la Francia posrevolucionaria para conocer de primera mano el sistema de prisiones de la virtuosa democracia norteamericana. Los juristas querían tomarse un par de años sabáticos para ver de primera mano lo que tanto se comentaba en Europa de la naciente potencia americana. De ese viaje salió uno de los mejores libros sobre el sistema político de ese país: La democracia en América. Por medio de esos volúmenes, la humanidad pudo comprender cómo una evolución democrática podía en el siglo XIX permitir el voto, incluso a los negros del norte, pero al mismo tiempo los blancos cristianos prestaban vigilancia en los centros de votación para “levantar a palos” al primer afro que se acercara a ejercer el derecho a sufragar. En ese texto se pudo conocer cómo el este estaba colonizado, pero al oeste había una frontera salvaje de un país que luchaba por expandirse y por crecer con la llegada de más inmigrantes para que con sus experiencias, sin angustias y sin envidias, alcanzaran a cristalizar sus inconmensurables intereses. Nada más, ni nada menos.
Los “padres peregrinos”, Jefferson y Tocqueville, si pudieran ver su obra, cada uno en su nivel, 400 años después de la llegada del Mayflower, tendrían que repensar o reafirmar sus historias al ver cómo, en un debate presidencial, el mandatario del país que ellos soñaron y estudiaron potencia la violencia racial, no respeta las reglas de juego de las elecciones, desprecia a los inmigrantes, por no darle la razón a la ciencia estuvo internado en un hospital luego de renegar de la certeza maligna de la pandemia, al tiempo que olvidó que la esencia de la revolución americana fue pagar impuestos justos.