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A la intemperie

Piedad Bonnett

19 de diciembre de 2021 - 12:10 a. m.

Hace unos años una amiga me contó una historia desgarradora, que está en la raíz de mi novela Donde nadie me espere. Mientras fueron estudiantes universitarios, ella vivió en Nueva York con su único hermano. Tenían una verdadera unión fraternal, solidaria y divertida. Pero la enfermedad mental empezó a afectarlo, a tal punto que debió volver a la ciudad de sus padres, en la Florida. Pocos años después el joven emprendió un viaje en bus hacia NY para acompañar a su hermana en el día de su boda. No llegó a la hora que estaba prevista, ni tampoco más tarde, a la ceremonia y a la fiesta. El matrimonio de mi amiga estuvo, pues, enturbiado por la desazón, el miedo, la tristeza. Quince años después su hermano todavía no había aparecido. Un día creyó verlo en una calle neoyorquina, convertido en indigente, pero cuando logró dar la vuelta en su automóvil ya había desaparecido. O fue una ilusión, quién sabe. Todavía hoy ese dolor no la abandona.

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Todos los que tienen o han tenido un ser querido con enfermedad mental saben de los miedos con los que se vive: al suicidio, que es siempre una posibilidad, pero también a una posible desaparición. Por confusión mental como consecuencia de un delirio, por desencuentros con la familia, por liberar a esta de una carga, la persona sale de casa y empieza un deambular que la puede llevar a las condiciones más penosas. En pocos días esa persona puede haber caído en la indigencia.

Un reciente informe del DANE, que recoge datos logrados entre 2017 y 2021, dice que en el país hay 34.901 habitantes de calle. La mayoría vive hace más de cinco años en la calle, sobre todo en las grandes capitales. Un detalle: casi todos son hombres entre los 25 y los 44 años. Pocas mujeres pueden enfrentar la dureza de la calle. Y tampoco los viejos. Un dato increíble: siete de cada diez indigentes señalan que los mayores abusos a los que se ven sometidos provienen de la policía.

El DANE consigna, con estadísticas, las razones por las que los indigentes siguen en la calle: los índices más altos son por consumo de sustancias psicoactivas (34 %), por influencias de otros (19,2 %) y por dificultades económicas (11,4 %); busqué en el informe la incidencia de la enfermedad mental y no encontré nada. Eso es imposible. Hay cientos de estudios al respecto. La ciudad de Murcia encontró en 2015 que el 80 % de sus indigentes sufrían de alguna enfermedad mental, muchos de ellos con patologías graves como trastornos psicóticos, afectivos o de personalidad. Y una investigación del Departamento de Clínicas de la Salud Mental de la Universidad de Guadalajara encontró que la mayoría de los habitantes de calle de esa ciudad tienen esquizofrenia en alguna de sus variantes. ¿Habría de ser distinto aquí?

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Tener conciencia de esto nos permitiría entender que muchos indigentes son personas que en algún momento perdieron la razón y con ella la posibilidad de un futuro. Que los estupefacientes son un recurso para soportar su dolor y las miserias de la calle, que ese “gusto personal” que los llevó a la indigencia no es sino la elección de la marginalidad frente a una sociedad que no entiende ni atiende su enfermedad y que no son delincuentes ni monstruos peligrosos. Son seres que no tienen nada salvo esa libertad escogida, que es sólo un nombre para su desamparo.

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