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Agalludos

Piedad Bonnett

16 de agosto de 2014 - 09:00 p. m.

Hace 40 alos cabiar pañales era una tarea tan molesta que su descripción asombraría a los padres de hoy, a los que quizá no se les ocurra que alguna vez el mundo fue posible sin pañales desechables.

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Sin necesidad de entrar en detalles escatológicos, recordaré simplemente que un pañal era un trozo de tela al que se le hacían varios dobleces y se aseguraba con un peligroso gancho de nodriza. Los pañales de entonces tenían que lavarse a conciencia con jabones especiales para cuidar la piel del bebé, y a menudo debían ser hervidos para matar las bacterias y evitar la temible pañalitis. Sobra decir que esa tarea les concernía básicamente a las mujeres, que gastaban en ella un tiempo y un esfuerzo considerable. Los pañales desechables —hechos con polietileno, polipropileno y muy a menudo con poliacrilato de sodio— vinieron, pues, a aliviar la cotidianidad de las madres —en su gran mayoría mujeres que tienen que trabajar— o de las cuidadoras, y también de muchos padres que se han venido animando a hacer la tarea de cambiar a sus pequeños.

Lo que de inmediato sufrió un golpe fue la economía familiar, porque los pañales desechables siempre fueron caros, hasta el punto de que se inauguró una costumbre antes impensada: la de regalar docenas de ellos a la hora del nacimiento, del bautizo o del primer cumpleaños. Imagino que en regiones muy apartadas y pobres todavía hay que acudir al pañal de trapo, pero el porcentaje de bebés que goza hoy en día de la comodidad de los pañales desechables debe ser muy alto. Por eso resulta una canallada que desde hace ya años haya aparecido un cartel conformado por empresas dizque “respetables”, que han hecho acuerdos para aumentar el precio de los mismos y hasta regular su calidad, con plena conciencia de que están comerciando con un producto de primera necesidad y violando el régimen de libre competencia.

Desafortunadamente el neoliberalismo nos ha devuelto a las viejas prácticas empresariales, donde el mercado lo rige todo y se trata siempre de abaratar costos y aumentar ganancias, a expensas de los trabajadores y del pobre consumidor, que queda en manos de unos directivos agalludos. A pesar del énfasis que se hace en fomentar la responsabilidad social empresarial, y de que algunas empresas sensibles adelantan en Colombia proyectos muy interesantes, casos como el del cartel de los pañales muestran que la mentalidad de muchos empresarios no sólo no cambia sino que sigue incurriendo en manejos perversos como los descubiertos. “Es que hay que defenderse del cliente” es una de las frases llenas de cinismo de uno de los funcionarios implicados. Indigna también saber que se trata de industrias no sólo nacionales sino multinacionales. Se demuestra así que la corrupción no es un problema exclusivo del sector público, y que en este país donde todo se pudre también los industriales adolecen de falta de ética. Por fortuna, empiezan a aparecer funcionarios como Juan Ricardo Ortega o Felipe Robledo que han tenido el coraje de investigar a los autores de estas trapacerías, poniéndolos, con nombre y apellido, de cara a la opinión pública, y amenazándolos con multas enormes, que parece ser lo único que les duele.

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