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En la carretera, una novela de Cormac McCarthy, asistimos a la travesía de un padre y un hijo por parajes devastados por una catástrofe que no sabemos cuál fue, pero que presentimos es de dimensión planetaria, tratando de sobrevivir en un mundo donde no hay cultivos ni agua, y sí seres que, por estar en la misma lucha, son potenciales enemigos.
En ella el autor hace cuajar, como en tantas obras de ciencia ficción —incluidos varios parajes de la Biblia—, la humana fantasía de una destrucción apocalíptica.
Más allá del cine y la literatura, las anticipaciones catastróficas sobre la estabilidad o la existencia del planeta suelen ser rechazadas de manera vehemente o tildadas de histéricas, básicamente porque confiamos de forma ardiente en la capacidad humana de superar toda contingencia. En otras palabras, porque creemos ciegamente en los poderes de la ciencia y la técnica y en la irreversibilidad de eso que llamamos progreso. Pero resulta que esa misma ciencia nos alerta ahora de manera urgente sobre los posibles desastres que traerá el cambio climático: si no disminuimos el nivel de las emisiones de dióxido de carbono, la población mundial verá, en un futuro no tan lejano, grandes migraciones por hambruna, guerras por agua y tremendos problemas sanitarios, entre muchas otras cosas. Y la conclusión es rotunda: “…el 95% por ciento de ese cambio se debe a las actividades humanas”.
¿Cuáles actividades? En buena parte las que desata la ambición económica; la misma que, como escribió Octavio Cruz en un antieditorial de El Espectador, propicia la cultura consumista producto del capitalismo salvaje. El mismo que permite, según cifras de la ONG internacional Oxfam, que el 10% de la población mundial posea el 86% de los recursos del planeta, mientras que el 70% más pobre sólo cuente con el 3%. Porque, según conclusiones de la misma ONG, “los gobiernos sirven abrumadoramente a las élites económicas en detrimento de los ciudadanos de a pie”.
Latinoamérica, dicen los informes, será uno de los grandes afectados. Y según la ONU, en resumen de Semana, Colombia “por su posición geográfica es el tercer país del mundo más vulnerable al cambio climático”. Qué ironía, sabiendo que dizque nos inculcaron el orgullo por nuestra ubicación estratégica, nuestros inmensos recursos y el hecho de tener dos mares. Orgullo sí, pero no conciencia ecológica. Ya vimos, incrédulos, los desastres de Casanare y los incendios en la Sierra Nevada. Y leímos que la mayor parte del pescado que comemos es importado. Y desde hace años sabemos de la contaminación atroz de nuestros ríos. Por todo esto, los colombianos debemos exigir a los candidatos a la Presidencia una exposición seria, concreta y no retórica, de sus programas para prevenir los daños del cambio climático y para proteger el medio ambiente. Queremos saber cómo van a combatir la contaminación, a regular la minería, a luchar para preservar los ríos, los páramos, los manglares. Y a educar en la conciencia de protección del medio ambiente. Para que un día nuestros descendientes no tengan que emigrar huyendo de otra violencia, la de la naturaleza.
