Del Hay Festival lo que más me gusta es la avidez.
La que permite que un público increíblemente numeroso haga cola para entrar a las charlas, abarrote los recintos y oiga en respetuoso silencio lo que ha escogido, que puede ser el diálogo con un japonés que escribió la historia de un gato, o con un experto en historia de las religiones, o entre dos escritores que hablan sobre la culpa y la memoria. Me dirán, ya lo sé, que en este evento hay mucho de snobismo. Admitámoslo: una proporción de asistentes quizá vaya al Hay para exhibirse, pero aún ese pequeño grupo sale ganando, porque por frívolo que sea en algo resultará marcado por las ideas y debates a los que asiste. Sé, por otra parte, que al Hay van estudiantes, profesionales de toda índole, maestros que han hecho esforzados viajes desde sus ciudades, políticos de las regiones, profesores universitarios. Gentes ávidas de ideas nuevas, de ver a los autores que el mundo está leyendo, de hacerse preguntas y plantearse dilemas éticos. ¿Cómo no emocionarse de ver más de 300 personas oyendo hablar de Enfermedad y Lenguaje, o de saber que la charla entre Thomas Piketty y Rodrigo Pardo fue trasladada a una plaza porque el público rebasó la capacidad del Centro de Convenciones?
Por supuesto que esta avidez la hemos visto en otros lugares: en el Festival de poesía de Medellín, en el de Teatro de Bogotá, en el León de Greiff o en la Luis Ángel Arango y en otros cuantos lugares y eventos de Colombia. Y de vez en cuando en sitios imprevisibles, como en la terminal de transportes de Bogotá —como se puede ver en un emocionante video al que me remitió Cristian Valencia—, donde una acción organizada por Flashmob con la orquesta Batuta hace bailar a los niños y aplaudir y sonreír a los viajeros, uno de los cuales alza una gallina. Por eso mismo, uno no puede dejar de preguntarse qué pasaría en este país si, más allá de lo muy valioso que ya hace el Ministerio, y como recurso de afianzamiento de la paz y de una sociedad más igualitaria en la Colombia del posconflicto, las capitales de departamento y los pueblos gozaran con cierta frecuencia de lo que se concentra básicamente en las grandes ciudades. Y si se aprovechara la avidez cultural de muchos colombianos de las regiones acercándolos a artistas y pensadores del mundo, y, por otra parte, se investigara todo lo que en esos sitios está sucediendo en materia de cultura, para hacerlo visible en los centros que recurrentemente ignoran la periferia. Porque través del arte las sociedades representan sus conflictos y sus contradicciones, se reconocen y mantienen su memoria.
Como dije en una charla reciente, a la hora de tratar de rehacer la convivencia pacífica de los colombianos la cultura debe jugar un papel importante, pero concebida no desde el poder hegemónico, sino desde la fertilidad de los cruces, de la interrogación a las comunidades, de la coexistencia de lo diverso y de su uso como instrumento crítico frente a las verdades consagradas, a los dogmas, a la fuerza de la inercia. La cultura y la educación otorgan conciencia y por tanto poder. Por eso son una amenaza para el statu quo. Por eso, también, son vitales para lograr el país más justo con el que muchos soñamos.