A muchos nos parece increíble que en Brasil vaya a triunfar un exmilitar de ideas fascistas, homofóbico y machista, con un discurso donde campea la violencia verbal y el cinismo. Pero en su momento también nos pareció increíble que ganara el Brexit o el No al proceso de paz. El arrasador 46 % de votos por Jair Bolsonaro hace pensar que el país socialista que tantas transformaciones tuvo a manos de Lula pueda llegar a ser gobernado por un presidente autoritario que se acerca mucho al brutal Duterte, el presidente filipino, que hace muy poco dio la orden de disparar a las vaginas de las mujeres guerrilleras de su país, pues sin vaginas —anotó esa joyita— “quedarán inservibles”.
La primera impresión puede ser que ese cambio ideológico de los brasileros ocurrió de un momento a otro. Pero no: no hay hechos de esta naturaleza que no hayan pasado primero por una cierta cocción, en la que interviene unos ingredientes que, en el caso de Brasil parecen claros: rabia contra la corrupción generalizada, hastío de ver en el poder a los mismos con las mismas, la crisis económica y un factor que parece extenderse por toda América Latina: el voto de los evangélicos, que con su pensamiento ultraconservador y moralista están interesados en llevar al poder a los candidatos de la ultraderecha.
La gran lección de la historia contemporánea es que al fascismo se puede llegar más fácilmente de lo que pensamos, y, peor aún, por vía democrática. No yerra el poeta Luis Ruffato cuando declara a este diario, con crudeza, que Bolsonaro es un fenómeno político que “refleja el pensamiento de buena parte de la sociedad brasileña”. ¿Qué pasa, pues, en la cabeza de votantes que afirman que prefieren un homofóbico y misógino que a un ladrón? Que, como han mostrado las redes, nada más fácil para el ser humano que simplificarlo todo, radicalizarse, convertirse en un fanático. Y la gran paradoja es que la democracia da también para eso: para que libremente se vote por un tirano.
Parecería absurdo preguntarse si en Colombia estamos en riesgo de que pase algo como en Brasil. Pero no, no es absurdo. Si se mira bien, la derecha más recalcitrante viene dando pasos de animal grande. En propuestas como perseguir la dosis mínima o recurrir a la cadena perpetua ya se puede leer un pensamiento autoritario. También cuando el ministro de Defensa habla de “regular” la protesta social. Y las fuerzas más retardatarias están haciendo su tarea: los latifundistas, poniéndole trabas a la restitución de tierras; los guerreristas diciendo que no se descarta ninguna opción a la hora de detener la debacle venezolana y los irrestrictos con los Estados Unidos volviendo al glifosato, que como la quimioterapia “no es lo mejor para la salud, pero sirve para erradicar el problema”. Todo, eso sí, con mañita. O con maña: como cuando se ataca recurrentemente a la JEP, como hace el fiscal, uno de los primeros saboteadores del proceso de paz. También aquí hay cientos de cristianos y de evangélicos incitados por sus líderes a votar por ciertos políticos, oportunistas capaces de todo con tal de llegar al poder. Y hastío de la mediocridad de la clase política e indignación por su robadera. Todo a punto. Sólo nos falta un Bolsonaro. Pero los que sabemos lo sabrán desentrañar.