A raíz de la conmemoración de los 40 años de la tragedia del Palacio de Justicia, los colombianos revivimos el horror causado por los guerrilleros que desataron los hechos, pero también por el Ejército, que hizo uso excesivo de la fuerza y llevó a cabo la operación de “rescate” con torpeza, brutalidad y falta de profesionalismo, para después incurrir en torturas y desapariciones. Hace unas semanas pudimos ver otra vez los mismos excesos y errores cuando, en dos favelas de Río de Janeiro, donde habitan unas 300.000 personas, una acción policial que trataba de dar un golpe a una de las facciones criminales más grandes del Brasil dejó 132 muertos regados en sus calles, muchos de ellos sin antecedentes judiciales. Que se persiga el crimen organizado en América Latina es un imperativo, y más ahora que tantos grupos se han convertido en gobiernos paralelos que imponen sus leyes en extensos territorios; pero hacerlo arrasando con la vida de inocentes, y sin estrategias sensatas ni el más mínimo respeto por los derechos humanos, solo abre heridas, multiplica el resentimiento, y, lo más grave, no soluciona los problemas de raíz. Pero además la frase con la que gobernador bolsonarista Claudio Castro evaluó los hechos aumentó el escándalo y la consternación de la ciudadanía: “La operación fue un éxito, salvo por la muerte de cuatro policías”. Como quien dice, las otras muertes no importan: son escoria, buenos muertos.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Leyendo sobre este hecho recordé la operación Orión que se llevó a cabo bajo la declaratoria de Estado de Excepción en octubre de 2022 en la Comuna 13 de Medellín, en la que 80 civiles resultaron heridos, y montones de jóvenes sospechosos de sedición fueron desaparecidos; algunos de ellos, se supone, víctimas de ejecuciones extrajudiciales. Hasta hoy, las madres de esos muchachos aseguran que sus cadáveres fueron arrojados a un vertedero llamado La Escombrera. El mismo exceso de fuerza y la misma violación de los derechos humanos, justificados en que eran delincuentes que se la buscaron. “Buenos muertos”. La misma expresión que usó Álvaro Uribe en 2018, en un trino a propósito del asesinato por sicarios de Carlos Areiza Arango, un expolicía y ex paramilitar conocido como Papo: “Carlos Areiza era un bandido. Murió en su ley. Areiza es un buen muerto. Si no, que lo diga Cepeda”.
Cuando Trump hace explotar embarcaciones de supuestos narcotraficantes, lanza el mensaje de que matar delincuentes es legítimo, aun sin mostrar pruebas de que lo son y sin someterlos a juicio alguno; lo mismo que consideraban los asesinos de los miles de jóvenes que fueron víctimas de los “falsos positivos”.
Infortunadamente, una parte de la ciudadanía, a la que no le importa cuál sea el método de obtener seguridad, también opina que hay muertes que no hay por qué lamentar: la de los presos que se calcinan después de un motín, la del ladrón que la turba mata a patadas, la de un conductor que atropella a alguien, como acaba de suceder, y hasta la de los indigentes a los que llaman “desechables”, víctimas de la llamada “limpieza social”. Es a ellos a los que les hablan los políticos que proponen mano dura, “destripar” al enemigo, “darle balín al bandido”, arrasar con “esa plaga”. Para los que el Estado de derecho es lo de menos.