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A menudo oímos que las autoridades explican graves hechos recurrentes como casos aislados. Sucedió, por ejemplo, durante años, con las violaciones de niños por parte de sacerdotes de la Iglesia católica. Las altas jerarquías se negaron a aceptar que era una práctica frecuente que se daba, entre otras cosas, por permisividad y ocultamiento desde las altas instancias. Tuvieron que llover las denuncias y sacar a la luz pública la podredumbre para que se aceptara, a regañadientes, que algo estaba mal en el sistema. Negar la sistematicidad de casos como este equivale a evadir responsabilidad institucional y a explicar todo como un conjunto de azares que no puede enfrentarse porque no hay por dónde.
Algo similar pasa con el asesinato de líderes sociales en Colombia. ¿Cómo al Gobierno se le puede ocurrir que la muerte violenta de 231 de ellos entre 2016 y 2017 sea el resultado aleatorio de pugnas por linderos, temas de faldas o problemas de ilegalidad, como dijo el ministro? ¿De qué nivel tendría que ser el número de asesinatos en Colombia para que este fuera apenas un porcentaje o una mera casualidad, sobre todo en tiempos de posconflicto? ¿No sabemos ya, por ejemplo, que la masacre de la UP fue un plan sistemático de exterminio? El Gobierno tuvo que salir a enmendarle discretamente la plana a Luis Carlos Villegas, y aceptar que “no podemos hablar de sistematicidad aunque no la descartamos”, como dijo Martha Mancera, fiscal de la unidad para el desmantelamiento de las bacrim. Y es que mientras no se reconozca que hay sistematicidad en acabarlos, no hay manera de que se sientan protegidos.
Lo mismo sucede con los falsos positivos, tal vez la más aberrante de todas las violencias del conflicto, pues se trató de un plan perverso de asesinato de indefensos, premeditado con alevosía, sólo para mostrar cifras y ganar dinero o beneficios. Todavía hoy no se acepta públicamente que fue un plan sistemático dentro de ciertas unidades del Ejército, incentivada por unas políticas de recompensas. Y las supuestas “manzanas podridas” están siendo dejados en libertad transitoria, pues pretenden acogerse a la JEP, pero no para confesar sus delitos sino para defenderse.
También este año se ha puesto en evidencia que la corrupción no es cosa de unos cuantos saqueadores, sino que, a pesar de los mecanismos legales, el sistema mismo permite robar desde todos los flancos: la educación, la salud, el mundo financiero, las instancias judiciales y hasta el deporte. Lo que permite pensar que la promesa de los candidatos de “acabar con la corrupción” queda en un lema bobo mientras no propongan, en concreto, cómo atacar los puntos débiles del sistema. O, mejor aún, cómo cambiarlo.
Y finalmente, quisiera hablar de los escándalos de acoso que se dieron en los Estados Unidos, gracias a numerosas denuncias que, aunque extemporáneas, son gravísimas, y que ponen en evidencia que el acoso no es un recurso de unos cuantos desvergonzados, sino el producto de la naturalización de una mirada sobre la mujer como objeto de caza. Si eso es allá, cómo será acá. Se trata, en este caso, de ir cambiando una mentalidad: la que cree que es mera grosería lo que en realidad es violencia de género.
P. D. Para todos los lectores, un feliz fin de año.