Muchas son las sensaciones y las reflexiones que aparecen mientras uno ve Colombia, Magia Salvaje, el documental del Grupo Éxito y la Fundación Ecoplanet, dirigido por Mike Slee.
En lo que a mí respecta, la recompensa fundamental fue de carácter casi metafísico, pues la naturaleza logra expresar, gracias al talento del equipo realizador, su misterio, su sabiduría, su belleza, su crueldad y también su indiferencia. Ver la dimensión de la diversidad de Colombia es también sobrecogedor, más aún cuando contemplamos en pantalla los efectos devastadores de la minería, del mal manejo de la agricultura y la ganadería y otros abusos contra el medio ambiente. El espectador, asombrado, se pregunta cómo pudieron los realizadores sortear las dificultades geográficas y las de un país en guerra.
El documental tiene muchos aciertos: la estructura narrativa —el espectador jamás se aburre— la música y las asombrosas imágenes, logradas gracias a la más alta tecnología; hay cosas menos buenas, como el título, que acude a la gastada palabra magia, y el tono propagandístico, sobre todo en el texto un tanto altisonante que lee Julito, repetitivo y excedido en admoniciones. Pecados veniales, en todo caso, aunque yo habría preferido, para mitigar el tono muy National Geographic, que se hubieran insertado breves y sencillas intervenciones de miembros de la comunidad científica y que el narrador hubiera sido alguien con menos connotaciones que Sánchez Cristo.
Se agradece el enorme esfuerzo, que más allá de sus hermosos resultados nos provee de material pedagógico y es un llamado a la conciencia general. Porque los colombianos —entre otras cosas porque la violencia nos robó el paisaje— ignoramos la magnitud de nuestras riquezas naturales, que según el ranking mundial registrado en la GBIF (Infraestructura Mundial de Información sobre Biodiversidad) nos ubica como el primer país en diversidad de aves y orquídeas y el segundo en plantas, peces y mariposas. Por fortuna los niños no ven el segundo capítulo: el que habla del abandono de las regiones por parte del Estado y de la corrupción política; y el que muestra la Colombia verdaderamente salvaje, la de los violentos que masacran y despojan de su tierra a los colombianos más débiles.
Lo que resulta paradójico es que el lanzamiento de la película haya sido, no en la academia, como podía esperarse, sino en un coctel con personalidades del Gobierno y del establecimiento, las mismas que hace tiempo han debido poner coto a la destrucción ambiental. Las que siguen emitiendo licencias exprés y se hacen las de la vista gorda cuando los que invaden bosques, montañas y playas son sus amigos. Esperemos que este documental, más que una invitación tácita a los inversionistas a la Colombia del posconflicto, sea un compromiso de defender el territorio de la voracidad de los de siempre (los que deforestan y contaminan las aguas), de perseguir la minería criminal y castigar la irresponsabilidad de las multinacionales, de formalizar a los pequeños mineros en vez de reprimirlos policivamente, de capacitar a los campesinos en temas técnicos y ambientales, de no volver a usar el glifosato y de un largo etcétera. Me temo, sin embargo, que de eso tan bueno no dan tanto.